Soy por naturaleza reservado y melancólico. Al parecer esto me viene de la niñez. Mi infancia estuvo signada por un hogar trashumante e inseguro. Soy hijo de policía. Recuerdo que mi padre llegaba a casa cualquier tarde, sudoroso y fuera de sí. ¡Arregla las cosas, Exaltación, nos vamos mañana...me han trasladado!, le decía a mi madre. Al día siguiente, contrataba un camión y metía en él: baúles, catres y cachivaches, y junto con los trastos, mi madre y nosotros sus hijos, que éramos tres. Recuerdo que me gustaba dormir en los viajes. Soñaba mundos remotos, y al final me despertaba el rumor desbocado de pueblos extraños que en adelante serían mis nuevos hogares. Así, sucesivamente, desperté en Cusco, Abancay, Puno, Andahuaylas, Chuquibambilla y, viví también en Vilcabamba, Curpahuasi y otros pueblos andinos hasta que papá se cansó de viajar y murió cuando yo tenía 11 años. Me mataba la tristeza de que en todas partes me miraran como a un foráneo. Mi madre decía de mí que era un niño triste. Ahora puedo explicarme por qué. Nací el 44. La vida de peregrinos de mis padres me hizo nacer en Lima. Así consta en mi partida, pero, salí de aquella ciudad al cumplir 1 año. Cuando tuve 19 me asaltó el anhelo de conocer Lima, el suelo natal. Viajé, y se descubrió ante mí un país diferente, extraño, distante. No permanecí en Lima sino 5 días, pero fueron suficientes para saber que no era mi mundo y retorné a mi habitat maravilloso.
Mi vocación literaria, nació, probablemente, cuando era niño. Recuerdo a mi abuela Alfonsa Miranda que solía narrar
por las noches bellísimos cuentos quechuas: de seres gigantes y extraordinarios, de lagunas y cerros deificados que premiaban o sancionaban a los hombres; de cabezas de señoronas que habían sido licenciosas en su juventud, debido al que, salían en las noches a recorrer los caminos saltando como chiwankos y, que al cruzar los cercos se enredaban en las pencas de los tunales o en los brazos nudosos de los kollis. Solíamos escucharla todos los familiares, incluso mis padres, tíos y vecinos; los niños nos peleábamos por ocupar los lugares cercanos a la abuela Alfonsa para no perder la magia de sus palabras, el poder de aquella voz de Diosa que creaba mundos descomunales y personajes misteriosos, delirantes.
Sin embargo, no empecé narrando cuentos, sino, haciendo poesía. De la vida del Colegio guardo un volumen de poemas jamás publicado. Debo admitir que desgraciadamente no tuve un buen maestro de Literatura en Secundaria: El aprendizaje de biografías artificiosas, la memorización de relaciones de obras y fechas y, de apreciaciones críticas fuera de contexto, casi me llevaron a abandonar la literatura. Menos mal que en la Universidad San Antonio Abad del Cusco tuve un gran maestro: el poeta Luis Nieto Miranda. Con él empecé a gustar la literatura y después a conocerla. Y al conocerla llegué al convencimiento de que yo no servía para la poesía y que, más bien, siguiera cultivando la narrativa. Tuve un aprendizaje discontinuo: Mi actuación como dirigente sindical, en la práctica, me separó de la literatura toda una década: de 1972 a 1982. No puede decirse que perdí tiempo. Conocí muchos pueblos y personas, y aprendí bastante. Ahora vivo en el pueblo que más quiero, cerca de un mar mágico y espléndido, dedicado a lo mío: escribo literatura, leo literatura y enseño literatura en la Universidad Nacional del Altiplano.
Feliciano Padilla
- Este testimonio fue leído en el II Encuentro Nacional de Narradores, realizado en Arequipa, del 29 de noviembre al 03 de diciembre de 1993.
miércoles, 16 de septiembre de 2009
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