miércoles, 16 de septiembre de 2009

TESTIMONIO

Soy por naturaleza reservado y melancólico. Al parecer esto me viene de la niñez. Mi infancia estuvo signada por un hogar trashumante e inseguro. Soy hijo de policía. Recuerdo que mi padre llegaba a casa cualquier tarde, sudoroso y fuera de sí. ¡Arre­gla las cosas, Exaltación, nos vamos mañana...me han trasladado!, le decía a mi madre. Al día siguiente, con­trataba un camión y metía en él: baúles, catres y cachivaches, y junto con los trastos, mi madre y nosotros sus hijos, que éramos tres. Recuerdo que me gustaba dormir en los viajes. So­ñaba mundos remotos, y al final me despertaba el rumor desbo­cado de pue­blos extraños que en adelante serían mis nuevos hoga­res. Así, sucesivamente, desperté en Cusco, Abancay, Puno, Andahuaylas, Chuquibambilla y, viví también en Vilcabamba, Curpahuasi y otros pueblos andinos hasta que papá se cansó de viajar y murió cuando yo tenía 11 años. Me mataba la tris­teza de que en todas partes me miraran como a un forá­neo. Mi madre decía de mí que era un niño triste. Ahora ­pue­do explicarme por qué. Nací el 44. La vida de peregrinos de mis padres me hizo nacer en Lima. Así consta en mi partida, pe­ro, salí de aquella ciudad al cumplir 1 año. Cuando tuve 19 me asaltó el anhelo de cono­cer Lima, el suelo natal. Viajé, y se des­cubrió ante mí un país diferente, extraño, distante. No perma­necí en Lima sino 5 días, pero fueron suficientes para saber que no era mi mundo y retorné a mi habitat maravilloso.
Mi vocación literaria, nació, probablemente, cuando era niño. Recuerdo a mi abuela Alfonsa Miranda que solía narrar
por las noches bellísimos cuentos que­chuas: de seres gigantes y extraor­di­na­rios, de lagunas y cerros deificados que premia­ban o sancio­na­ban a los hombres; de cabezas de señoronas que habían sido licen­ciosas en su juventud, debido al que, salían en las noches a recorrer los caminos saltan­do como chiwankos y, que al cruzar los cercos se enredaban en las pencas de los tuna­les o en los brazos nudosos de los kollis. Solía­mos escu­charla todos los fami­liares, incluso mis padres, tíos y veci­nos; los niños nos peleá­bamos por ocupar los lugares cercanos a la abuela Alfonsa para no perder la magia de sus palabras, el poder de aque­lla voz de Diosa que creaba mundos descomuna­les y perso­najes misteriosos, deli­rantes.
Sin embargo, no empecé narrando cuentos, sino, haciendo poe­sía. De la vida del Colegio guardo un volu­men de poemas jamás publicado. Debo admitir que desgra­ciadamente no tuve un buen maestro de Literatura en Secunda­ria: El aprendi­zaje de biografías artifi­ciosas, la memoriza­ción de relaciones de obras y fechas y, de apre­ciacio­nes críti­cas fuera de contexto, casi me llevaron a abando­nar la litera­tu­ra. Menos mal que en la Universidad San Antonio Abad del Cusco tuve un gran maes­tro: el poeta Luis Nieto Miranda. Con él empecé a gustar la literatura y después a conocerla. Y al conocerla llegué al convencimiento de que yo no servía para la poesía y que, más bien, siguiera cultivando la narra­tiva. Tuve un aprendizaje discon­tinuo: Mi actua­ción como dirigente sindi­cal, en la práctica, me separó de la literatura toda una déca­da: de 1972 a 1982. No puede decirse que perdí tiempo. Conocí muchos pueblos y perso­nas, y aprendí bastante. Ahora vivo en el pueblo que más quiero, cerca de un mar mágico y espléndido, dedica­do a lo mío: escribo literatura, leo literatu­ra y enseño literatura en la Universidad Nacional del Altipla­no.­
Feliciano Padilla

- Este testimonio fue leído en el II Encuentro Nacional de Narradores, realizado en Arequipa, del 29 de noviembre al 03 de diciembre de 1993.

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