miércoles, 16 de septiembre de 2009

ME ZURRO EN LA TAPA! (Cuento)


Feliciao Padilla


Todos lo miraban como reprochándole su actitud irre­sponsable. Pronto Josefrén comprendió que no valía la pena seguir torturándose; entonces, exclamó mental­mente: ¡Me zurro en la tapa!, y se levantó en su metro ochenta y cinco de estatura y rengeó hasta la barra para pedir cerilla. Y otra vez habló para sí mismo: ¡Me zurro en la tapa! Luego, volvió sobre sus pasos y enfrentó aquel cerco de miradas acusadoras con dos breves senten­cias: ¡No se acabó el mundo para ponernos a llorar! ¡En esta vida se pierde o se gana!.
Pero, se pierde jugando, no antes de jugar, le replicó Sancho Mostrejo, el crítico lapidario de litera­tura. Entonces ¿qué pusiste en el sobre, amigo mío?, intervino Jorge Geranio. Seguro cualquier cosa, a lo mejor alguna carta, quizá un artículo periodístico, tal vez documentos sin valor, se apresuró en decir Luis Galeano. ¡Quién sabe señor!, terció Borisev, consolando al poeta cuyos labios asían con desesperación un ciga­rrillo encendido.
Todos lo miraban incrédulos: algunos realmente apenados, otros contentos en el fondo de sus corazones mezquinos aunque no se lo demostraran al escritor. Jose­frén se encontraba sin saber a qué atenerse, sin com­prenderlo verdaderamente. Se le podía advertir en su desgreñada y canosa cabellera, y en su tez morena, ahora macilenta a causa de tantos reproches.
Se lo habían recordado sus amigos hasta la sacie­dad: Que “La epopeya del suche” participe en el concur­so. El implacable crítico literario Sancho Mostrejo se lo recomendó repetidas veces para que lo enviara en el lapso más prudente, lo que era algo así como un término particular dentro del plazo oficial. Lamentablemente muchas circunstancias conspiraron contra aquella volun­tad colectiva que en los dos últimos meses congregara en el “Kúntur” a buena parte de los narradores, poetas e intelectuales puneños.
Los tragos iban y venían a discreción. Una comisión salió del Club con destino a la empresa telefónica. Se quería saber si la Universidad Ricardo Palma podía admi­tir como apto el cuento de Josefrén a ocho días de ha­berse cumplido el plazo. Señores: se trata de un cuento maestro jamás escrito en el país. Un ¡No! rotundo,... un ¡No se puede! irreversible resonó en el auricular. Por favor hagan una concesión especial. ¡Las reglas de juego son las mismas para todos los concursantes! ¡No se puede!
Cuando terminó de escribir “La epopeya del suche”, después de corregirlo durante dos años , lo leyó ante sus amigos en el Club Kúntur. Lo aplaudieron y lo abra­zaron como nunca, con una franqueza a toda prueba. El poeta confirmó esta gran verdad en aquellos rostros exultantes. Sólo le preocupaba Sancho Mostrejo, el des­deñoso sepulturero de literatos jóvenes y experimenta­dos. Recordaba que la última vez lo había herido sin atenuantes al criticar mordazmente su cuento “Mister Bush”, impidiendo que fuera remitido a un concurso con­vocado por Casa de las Américas de La Habana. Es ridícu­lo, mediocre, no vale la pena: fueron los epítetos que Sancho Mostrejo acuñó para calificar aquella creación literaria. ¡”Mister Bush” es un mamarracho!. Aquellas palabras le causaron profundas heridas que no acababan de restañarse. Por eso cuando Mostrejo lo abrazó movien­do sus bigotes como un gato agazapado por su cuento “La epopeya del Suche”, no podía saber si lo estaba haciendo sólo por complacerlo. Pero, como para disipar sus dudas, Sancho lo sorprendió: Josefrén, éste es el cuento que esperé tanto tiempo que lo escribieras; te felicito; ahora sí puedes participar con él en cualquier concurso. En cambio tu otro cuento titulado “Mister Bush” tiene un retraso de veinte años por lo menos.
Sancho Mostrejo abandonó el Kúntur y se dirigió hacia el parque Pino. Se detuvo un momento y advirtió que el sol estaba en su cenit, y que titilaba sobre la hermosa catedral y sobre el cerrito “Wajsapata”. Supuso que en aquel momento, también, el lago se dejaba poseer por esas lenguas de fuego encrespando sus olas. Prosi­guió y en el trayecto aprovechó toda ocasión para pavo­nearse. La venia formal que hacía a sus conocidos, el movimiento ridículo de sus bigotes y aquella sonrisa burlona sobre la que cabalgaba un menudo sombrero de fieltro saturaba la calle de rancio perfume. Pequeño de estatura, seguía caminando como un modelo de figurín. En una de las bocacalles se encontró con Tapizón Retama luciendo unos bigotes parecidos a los suyos: era su carnal, su amigo leal. Ambos se abrazaron y se interro­garon con la mirada acerca de las últimas noticias para el semanario que codirigían. Acabo de decidir en el Kúntur que “La epopeya del suche”, último cuento de Josefrén participe en el concurso nacional; yo creo que aquí el autor ha dado todo de sí; es el mejor cuento jamás escrito en Puno, rompió el protocolo Sancho Mos­trejo. No hay nada qué hacer, tú eres el hombre, respon­dió Tapizón Retama y, agregó: Hermano Sancho, tú decides la actividad cultural de la ciudad. ¡No digas eso amigo mío!, trató de ocultar su vanidad el crítico lapidario de literatura. ¿Qué concurso de danzas o estudiantinas se efectuó sin que seas miembro principal del jurado? ¿Qué revista o periódico impreso importante ha prescin­dido de tu sabia dirección? ¿Qué autor literario sobre­vi­vió a tu crítica constructiva? ¡Hasta el cura te pide consejos para decir la misa!... Sancho se quedó meditan­do unos segundos y gozó en silencio de aquel florilegio. “Es absolutamente cierto lo que dice Tapizón, pero es mucho más cierto que me lo recuerda cada vez que quiere que le haga un favorcito”. Al poco rato, lo previsto interrum­pió sus cavilaciones: Sancho, hermano del alma, me en­cuentro en problemas, préstame hasta fin de mes doscientos dólares.
Después vendrían más veladas, más comentarios y una decisión colectiva: “La epopeya del Suche” debe partici­par en el concurso. Se acordó por mayoría enviarlo el 28 de febrero, fecha en que expiraba el plazo. De acuerdo al reglamento era suficiente que la fecha del sello postal coincidiera con aquélla o con una data anterior. Al fin llegó el 28 de febrero. Se reunieron los amigos en el Kúntur a partir de las diez de la mañana. El poeta les informó que ya lo tenía mecanografiado en cuatro copias inmaculadas y que, la manila también se encontra­ba debidamente rotulada. Falta, amigos, tomar los cuatro ejemplares, colocarlos en el sobre y lacrar. Y bebieron tragos a guisa de aperitivo, pero, se propasaron hasta las tres de la tarde, hora en cada quien tomó el camino de su casa. Josefrén pagó un taxi para llegar a su domi­cilio en el barrio Huáscar, y lo primero que hizo en el estado en que se encontraba fue cumplir su promesa: rengueó hasta su biblioteca, buscó las cuatro copias, hizo el despacho y lo envió al correo con su hijo Jose­lo, para mayor seguridad.
A la mañana siguiente fue a dar otra vez a la bi­blioteca y, buscando “La violencia del tiempo”, una novela latinoamericana, dio con los cuatro ejem­plares de “La epopeya del suche”, su cuento maestro, a decir de Sancho Mostrejo. ¡El acabóse! Y ¿qué maldita cosa puse en el sobre?, se preguntó fuera de sí. Esto era lo que se lamentaba con trágico patetismo allá en el Kún­tur, la tarde aquella en que una comisión voluntario­sa fue a cumplir una misión imposible vía teléfono ante la Universidad Ricardo Palma. Por eso lo recriminaban, lo estaban zarandeando en demasía. No pudo más. Tomó todo el valor de que era capaz y les espetó en la cara con esta exclamación: ¡¡Me zurro en la tapa!! Has per­dido tu mejor oportunidad se lo recordó nuevamente el crítico lapida­rio de literatura.
Desde aquel día, una tristeza de alas grises anidó en el corazón de Josefrén. Bebió como nunca para encur­tir sus tribulaciones y buscó consuelo en la soledad de las tardes sombrías. Dejó de frecuentar a sus amigos. No encontraba paz ni en su propio hogar donde no dejaban de recordarle lo estéril de su triste oficio. Sus familia­res preferían lo tangible, y lo tangible era que sus poemarios y cuentos, y el tiempo que ocupaba para darles vida con tanta ternura no servían para comprar ni una migaja de pan. Se encontraba así enfrentado a un asedio feroz de cuchillos letales, en el centro mismo de todas las tensiones del mundo, perdido en medio de todos los fuegos.
“Soy un fracaso, míreseme por donde se me mire. En casa nadie me respalda ni da un centavo partido en dos por mis cosas. Mis amigos me sonríen y me cuentan entre los suyos sólo por complacerme. Sancho Mostrejo es el único que me dice la verdad. Si no fuese por él, hubiera hecho el ridículo con mi cuento Mister Bush en Casa de las Américas. Bueno, ahora todo esto se acabó. No escri­biré en adelante ni un solo verso más, ni un cuento más. Cambiaré. Estoy viejo, pero, podré aún dedicarme a acti­vidades lucrativas y recuperar la consideración de mi
familia”.
Aparentemente todo estaba resuelto, pero Josefrén sufría lo indecible aquella metamorfosis. Se había pasa­do la vida cribando las palabras para aromar con sus flores nuestras vidas afligidas, depurando el oro excel­so en el crisol de su corazón para regalarnos sorbos desbordantes de consuelo... Ahora le era difícil suponer que en el futuro, su mente acostumbrada a crear, pudiera contentarse con sólo planificar ganancias materiales. El solo pensarlo lo conmovía y lo tenía pasando los días sin saber cómo entre congojas y copas de soledad.
Una mañana de mayo, sintió otra vez que el mundo se lo engullía con pesadumbre y todo. “Que el diablo me cargue sin permitirme volver la mirada a los míos. Que sea así de una vez por todas”. Pensó que la muerte era su única salvación. En aquello, una noticia radial casi le facilita el viaje de un ataque cardíaco:

Señoras y señores, no todo es malo en la Región Mariátegui. No todo huele a ineptitud y fracaso. En medio de esta podredumbre se ha encendido una luz para darnos consuelo. Señoras y señores, de acuerdo a un cablegrama que acabamos de recepcionar, Josefrén, nues­tro amado poeta, es ganador del primer premio consisten­te en cinco mil dólares del Consurso de Cuentos Ricardo Palma 1992, por su magnífico trabajo Mister Bush. ¡Salud poeta Josefrén! ¡Alegrémonos los puneños!
La ciudad toda no cabía en sí de contenta, el poeta no lo podía creer. Sancho Mostrejo no salió a la calle durante un año.
Hesse, Kafka, Maupassant, Flaubert, Allan Poe, Faulk­ner... inves­tiga con seriedad la literatura oral de nuestra cultura; con eso crecerás en cinco años lo que no creciste en cuarenta. ¡Oh, querido Amadeus!, ahí estaban las evidencias de que eras más sabio de lo que imaginaba. Tus palabras no sólo pesaban, sino, me asustaban.
Poco después concertamos una acción conjunta: escribir entre los dos la novela de la década. Y esto nos sumía en pro­longadas sesiones de trabajo y en sesudas discusiones. Cuántas veces destruíamos, sin parpadear siquiera un segundo, capítu­los enteros, llevados por tu prurito de perfección. Labrabas y pulías las palabras, y ponías las imágenes allí donde se las requería. Gastamos sin miramiento las miles de horas de cinco años de trabajo arduo, sin tre­gua. Recuerdo que mientras salía a traba­jar, tú te quedabas a escribir sin chis­tar, sin ningún reproche. Es que yo debía ganar el pan y el vino mientras tú te devanabas los sesos sentado a la computadora. Regre­saba y nos poníamos a revisar y a corregir. Éstas son las tres reglas de un buen escritor, me decías: corregir, corregir y corregir. Yo me desalentaba si el avance del día no superaba las cinco páginas, pero tú, Amadeus, te conformabas con un párrafo.
Un día aproveché alguna debilidad tuya y te convencí de que la novela estaba concluida. En realidad, lo estaba. Tenía cua­trocientas veinte páginas y se llamaría “Vivir entre dos fuegos”. Fue entonces que viajé a Lima a contra­tar los servicios de una editora para publicarla. Me demoré una semana y cuando retorné te encon­tré en la biblioteca con tu cara afligida y calmosa. Parecías más viejo y más sabio. No publica­remos la novela, me dijiste, tiene defectos serios de estructura, falta trabajar el lenguaje y hay que perfilar mejor a nues­tros personajes. Te miré con rabia, con toda la rabia que el mundo convulsionado había depositado en ese momento en mi cora­zón. Se publicará quieras o no, te respondí, con voz estentórea y amarga. No será posible porque la destruí mientras andabas por otros lares, me recalcaste. ¿Quién manda en esta casa, carajo? ¿Por qué te tomas atribuciones que no te corresponden?, te grité atragantándome con las palabras. En aquel momento sentí un olor fétido en la biblioteca. Como ya no salías ni al patio, te habías miccionado en los rincones de la bibliote­ca. Aproveché aquel pretexto y aullé como un animal enjaulado: ¡Fuera de mi biblioteca, viejo inválido! ¡Ya no te vales de ti mismo ni para hacer tus nece­sidades! ¡Largo de aquí! Me devol­viste la llave y saliste mucho más triste, derro­tado, con la cola entre las piernas. En realidad, no era por la pesti­lencia que te expulsaba, sino, porque la envidia me mataba: sabías más que yo, te habías vuelto más sabio.
Los días siguientes querías volver a la biblioteca, expre­sarme tu amistad, abrazarme y frotarme el rostro con tus bigotes canos; volver a los libros y continuar tus lecturas, sin las cua­les, considerabas, que no valía la pena vivir; pero, yo te lo negaba arguyendo nimiedades, cuando en verdad era la herida que habías abierto en mi orgullo de poeta, que seguía ardiendo y consumiéndome. Ocho días seguidos me tocaste la puerta, llamaste a la ventana; pero, yo, maldito, no cedí, a pesar de que sentía tanta tristeza mirando tu tristeza. Veía en la ventana tus ojos rojos desorbitados, tu mancha irregular del rostro y tus gestos de locura martilleándome el corazón. Estabas desesperado, andabas como loco, distante de tus lectu­ras.
Un día desapareciste y te reclamaron mis hijos; y como ya habían pasado cinco días de tu alejamiento, mi hija, que también te quería, te dio por muerto y se metió a su dormito­rio responsabilizándome de tu ausencia. Yo atiné a seguirla e ingresé a su habitación que parecía un museo: esqueletos y calaveras, y huesos, y huesos. Precisamente, dos calaveras me flanquearon con sus miradas acusadoras. Allí la encontré en un mar de lágrimas, apretando tu fotografía a su corazón, segura de que habías muerto. ¿Cómo puedes asegurar eso si no tienes evidencias?, ¿has encontrado el cuerpo de Amadeus?, le pregunté. ¡No!, me respondió. ¿En­tonces cómo puedes decir algo tan terrible?, la volví a pre­guntar. Papá, el cuerpo de ellos se descubre sólo si sus muertes han sido causadas por la mano del hombre o por acci­dente. Si no es así, convencidos de su fin inevitable, y de que nadie los quiere por ser ancianos, se van a un cemen­terio que nadie sabe dónde queda y allí mueren lejos de la maldad de los hombres. ¡Pobre mi Ama­deus Picarón!, seguía llorando a rauda­les. En efecto, se llama­ba Picarón por lo de enamorado y travieso y, Amadeus, por lo de escritor. Fue entonces que le pedí la fotografía y miré conster­nado aquella imagen tan querida: Grande él, todo de negro, menos la mancha irregular de su cara; sus bigotes largos y blancos, sus caninos fuertes y sus ojos colorados de bohemio inolvidable. ¡Pobre mi Amadeus, papá, dónde estará!, exclamó Carola, mucho más afligida, tomando nuevamente en sus manos aquella fotografía. En ese momento, el recuerdo de su compañía en los últimos años derrotó sin ate­nuan­tes mi maldito orgullo, y un cargo de conciencia sobrecoge­dor invadió mi espíritu, y así, no tuve más remedio que sen­tarme al lado de mi hija y llorar por aquel amigo que tanto me quiso y compartió conmigo el amor por la literatura. Y mien­tras me ahogaba el llanto, apenas podía homenajearlo con esta breve despedida: ¡Descansa en paz, Amadeus Picarón, prodigioso narrador de cuentos! ­ ¡Descansa en paz, amigo mío, viejo lector de novelas!
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