miércoles, 16 de septiembre de 2009

A QUÉ VOLVISTE NAZARIO (Cuento)

Feliciano Padilla

A qué volviste Nazario. ¿No estás contento con todito lo que le hiciste a papá? ¿Qué otras jodederas te propones contra nosotros? Nadie te puso un machete en el pescuezo y te obligó a que tomaras ese camino de enredaderas. Claro era la edad en que a uno le entran las calenturas a la cabeza y, te fuiste sin decirle a nadie esta boca es mía. Y ahora me vienes a decir, después de treinta años, que radicaste en esa tierra de wiracochas que le llaman Lima; que te fue peor que al pobre chiwanco en tiempo de secas; que tu mujer te ha echado de casa como a un perro sin dueño. Dices que construiste una casita en Comas, casona debió ser, porque te llevaste el trabajo de cuarenta años del papá Raymundo. ¿Que vivías ahí con tu mujer y que no diste frutos? Dios debió castigarte y te marchitó la semilla convirtiéndote en un duraznero seco que no da sombra, ni fruto, así le prendas siete velas a la virgen. No hagas fuerza contra la amarradera, Nazario y, estate quieto mientras voy a casa y te traigo un poco de agua para que calmes tu rabia y la resolana que debe estar matándote. Sabes bien desde antiguo que a mí nunca se me desataron los nudos que les hacía a nuestros aradores para asujetarlos a las estacas. No hagas fuerza o el arrebato te cargará al cementerio más temprano de lo que piensas y, así, no me darás tiempo para llevarte hasta Chalhuanca y te vayas por el mismo camino por donde llegaste.
¿Que el sol es fuerte? De buena duda que me sacas. ¿Te has olvidado que estamos en Pachachaca, cerquita del río y frente a nuestros cañaverales? ¿Que te joden los mosquitos? Claro que sí. Tu sangre gangrenada con sabe Dios qué clase de mujeres es miel de primera para estas sanguijuelas. ¡Es que ya no eres de nosotros, Nazario! Tú perteneces a otro mundo donde se venden conciencias y la vida del humano no vale nada. ¿Que te arrepientes, hermano? Jajaillas, me quieres embaucar, pero ya estoy viejo para caer en tus chanchullos; no me puedes meter el dedo en la boca porque ya tengo dientes y te puedo morder. Has malgastado tu herencia, tu vida, tu honor; todo lo has perdido. Asume tu responsabilidad como hombre y lárgate a esa porquería de ciudad donde has vivido. Allí muere como gente sin pedir perdón, sin dar lástima ni fastidiar a nadie, porque ya tuviste lo tuyo. Lo tomaste por tu cuenta y responsabilidad de hijo mayor. ¿Te acuerdas? Vendiste la casa de Wanupata que papá nunca quiso recuperar porque, al fin y al cabo, eras su hijo más querido y, la palabra de un Rodríguez, vale lo que es, aunque se haya pronunciado en mala hora. Vendiste, igual, catorce bueyes de la Rinconada y te fuiste con toda esa plata, que era mucha plata en aquel entonces, y no como ahora que el precio de un buey no alcanza ni para comprarse una camisa. ¿Escuchas? El río brama como toro endemoniado. Es diciembre y la lluvia de las alturas lo hace más arrebatoso. Sobre sus lomos sigue llevando pisonayes, sauces, malahoja y animales y; como ayer, al chocar a las piedras, pareciera canturriar nuestros versachos de recordación familiar. ¿Ves el puente de calicanto? Sigue de pie como buen cristiano y se dijera que mira el horcón donde estás amaniatado.
Matías caminó machete en mano unos doscientos metros entre una maraña de arbustos e insectos hasta llegar a la casona. Cogió dos viejos cubos de agua, los tensó sobre un palo de huarango y retornó hasta donde estaba su hermano. Lo miró bien de unos cincuenta metros y, seguía ahí amarrado al horcón. Cayó en la cuenta de que el hombre aquel estaba realmente flaco, arrugado, canoso; agotado tal vez no por el sol ardiente del valle de Pachachaca, sino por el peso de su vida azarosa. “Con razón lo derroté sin mucho esfuerzo y lo pude amaniatar cuando ingresaba a casa. Pero, qué coraje, volver a la querencia después de toda la saladera en que nos dejó. Menos mal, que papá Raymundo se encuentra en Abancay dándose sus gustitos en las picanterías. Por eso, carajo, apenas lo domé tuve que echarle en cara toda la basura que nos dejó en el corazón. Ganas no me faltan de amachetearlo o meterle un balazo en la cabeza”.
¡Ya regresé, Nazario! Tú no tuviste piedad cuando cargaste con todo apenas tuviste la ocasión; sin embargo, yo te brindo un poco de agua para que entres en razón y no me obligues a enredarme en locuras. ¿Me estás escuchando? Muy bien, así me gusta que comprendas la situación. No le pongas más trancas a esta salida; no dilates tus sufrimientos, hermano, comprende lo que te digo: Lo tuyo está zanjado y nada tienes que hacer por estas tierras. Además no te acostumbrarías a esta vida de chacareros. ¿Acaso te gustaba la zafra y llevar sobre el lomo arrobas de caña hasta la molienda? Eso sí, eras el primerito en la tomadera del upi y el cañazo. ¡Ah! Y cómo te gustaban las cholitas, a las que tomabas verde-verde, sin que aún terminaran de brotar sus florecillas. Eras un demonio, llevabas cañazo a la ciudad y te emborrachabas con tus amigotes de Wanupata y te agarrabas a golpes con los caporales de Patibamba para hacer prevalecer la calidad de nuestro cañazo. Bebe, cañazo, hermanito, me decías; para que huelas a hombre, carajo. Pero; en aquel tiempo era un chiuchicito sin espuelas ni coraje para beber aguardiente y amanzar a las torcazas. Y tú, bebe, carajo, hazte hombre y no jodas. Nazario, escúchame, todo te hubiera soportado, hasta tus arrebatos de los que salía ensangrentado y, a veces, malherido; pero, lo que hiciste con la familia, eso no te lo perdono. Por tu culpa demoramos diez años en levantarnos; por tu culpa murió la mamá y, lo peor, pronunciando tu maldito nombre. Y ahora vienes como si nada hubiera pasado, como si los rumores que levantaste no se hubieran vuelto tempestad contra nuestra querencia. Mírame de frente, Nazario. Yo, también ya estoy avanzado y tengo familia en la ciudad. ¿Quién crees que trabaja estas tierras y hace que el cañaveral sea un inmenso mar de esperanza? Yo, Matías Rodríguez, porque Raymundo Rodríguez, nuestro viejo ya no puede trabajar. Tiene setenta y dos años, no lo olvides. ¿Qué? ¿Vas a hacer lo que te pido? Muy bien, hermano, así me quitas un peso de encima; así este machete no se manchará con tu sangre, ni el Pachachaca se enturbiará con tu cuerpo envenenado de ciudad. ¡Déjanos, hermano!, el río, los cañaverales y yo somos una sola persona. Sabemos de nuestros padeceres y disfrutamos nuestros contentamientos. Tú no podrías ya vivir en este mundo. Tú perteneces a aquella ciudad putañera donde has vivido. Sí, hermano, partiremos hoy mismo a Chalhuanca, a las cuatro de la tarde y; de ahí te irás por ese camino de Puquio y Nazca hasta llegar a tu lugar. Voy a casa nuevamente. Te traeré cincuenta soles y con eso tendrás de sobra para llegar a tu destino.
En efecto llegó a casa y luego de coger algunos billetes, Matías salió apresurado de ella y, en momentos que terminaba de cruzar el patio orillado de jacarandás, llegó papá Raymundo. Y aunque el viejo gritó: ¡Matías!, aquél no lo escuchó. Entonces, el viejo siguió los pasos de Matías que iba afilando el machete en las piedras del camino. Luego vio que su hijo encaminó sus pasos hacia el horcón donde estaba amarrado un hombre; se acercó con sigilo hasta diez metros del lugar. Los miró bien y escuchó las voces. Finalmente lo reconoció. Y no fue tanto por el rostro sino por la voz que supo que era su Nazario, su primogénito trotamundos.
¡Nazario! Antes de soltarte las amarras tienes que prometerme cumplir tu palabra. La palabra de un Rodríguez vale; no la rebajes para murmuración de la vecindad. Te irás para siempre de Abancay como lo hemos acordado. Acá nada tienes que hacer. Tu herencia ya lo tomaste por tu propia cuenta. Ni siquiera esperaste que te la dieran, como esperamos todos los mortales; como espero yo que me dé papá, por ser su hijo menor, por haberlo servido tanto tiempo, por haberlo cuidado con cariño. En cambio tú, por lo que has hecho, haz de cuenta que no existimos, que no conoces Abancay. No hagas que use mi machete y te parta el alma de un solo golpe.
Al poco rato, Nazario estaba libre y, al parecer, dispuesto a cumplir con lo que se le exigía. En ese preciso momento, una bronca voz se estrelló contra los hermanos:
· ¡Qué es lo que estás haciendo, Matías! ¡Escuché todo lo que le dijiste a Nazario!
· Papá, éste es el hombre que ultrajó nuestro honor y nos dejó casi en la miseria. Por eso le estoy obligando a retomar el camino por donde vino.
· ¡Nazario, hijo mío! ¿Cuándo has vuelto, adorado ruiseñor? Dónde estuviste. Por tu ausencia mi pobre corazón se partió en mil pedazos- exclamó eufórico el viejo Raymundo.
· Papá, Matías tiene razón; pero antes de irme te pido perdón por todo lo que hice- respondió Nazario, llorando como un niño.
· Padre, no puedes perdonarlo. Él ha venido a perturbar nuestra paz. Viene quizá a vender, de nuevo, lo que poseemos con tanto trabajo. Ya tomó su herencia por su propia cuenta, no lo olvides- se interpuso Matías, enérgicamente.
· Matías, hijo mío, lleva a Nazario a casa y preparemos un carnaval en su nombre, como si fuese febrero - ordenó el viejo con voz estentórea.
· No puede ser. Es una injusticia, papá- protestó, Matías.
· Tú, estando conmigo, no tuviste ni tendrás qué preocuparte de nada. En cambio Nazario estuvo como peregrino afanado en sus andanzas y; hoy, al volver a casa le ha dado el calor que le faltaba a mi sangre.
· Es una injusticia- seguía reclamando el hijo menor.
· Así se procederá, Matías. Y comprenderás lo que estoy haciendo sólo cuando seas tan viejo como yo. Por favor obedezcan mi autoridad, aunque ésta sea la última vez que lo hagan.

Minutos después, tres sombras cogidas de los brazos cruzaban el patio de la casona. El sol se ocultó y sudorosos peones cargados de machetes empezaron a llegar del monte. En momentos en que saludaban ceremoniosamente a sus amos y al recién llegado, una calandria, desde un pisonay, dejó escuchar su canto de paz.

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