miércoles, 16 de septiembre de 2009

MANUELA INMORTAL (Cuento)

Felicaiano Padilla


Bajó el hombre del tren y buscó afano­samente con la mirada al chofer que debía esperarlo en la estación de Santa Rosa. El gentío apretujado allí le devolvió una ansiedad imper­sonal. Ululó el tren como despedida y enrum­bó hacia el Cusco mientras él caminaba a la po­bla­ción aquella enclavada al pie del nevado Kunurana. Ves­tía un traje azul y sombrero del mismo color, y afei­tes citadi­nos. Al rato, una voz familiar lo sacó de su ensi­misma­miento: Niño Pedrito, me ganó el tren por estar compran­do menjunjes para nuestra madrecita. Pedro Amador se regocijó de ver al cholo Martín que lo saludaba mos­trándole su dentadura maciza desde la ventanilla de la camioneta. Aquél miraba a Martín y se acordaba de los días en que lo pateaba por cualquier cosa hasta dejarlo exánime. Se acordaba de los días en que le hacía doloro­sos “saltos al borrego” cada vez que tenía ganas de distraerse. La camioneta se dirigió hacia la calle prin­cipal de Santa Rosa: a la tienda de un viejo aniquilador de judíos que escapándose de los fantasmas de la segunda guerra mundial vino a dar con este pueblo. Allí se apea­ron para abastecerse de algunos tragos. Estando a la barra se encontró con su gran amigo de juventud: Miguel Pinto, y se entretuvo con aquél bebiendo y conversando animadamente.
· Quédate Pedro Amador; la pasaremos bien; nos junta­re­mos una buena yunta de amigos. ¡Caramba!, es el cum­ple­años de mi hermana.
· Está bien. Me quedaré; pero, te advierto que somos tres: yo, mi camioneta y mi chofer.

Y se quedaron cuatro días compartiendo una mesa panta­gruélica de viandas y bebidas. Pedro Amador, entre trago y trago se acordaba de que le faltaba poco para recibir una colosal herencia. “Noventa años son muchos. Que Dios me perdo­ne pero ya hizo lo suficiente para merecer un justo descanso”.
Después de cuatro días arrancó hacia Nuñoa con un delirio de persecución desmesurado de tanto beber sin límites y sin tregua. Iba como un estropajo, desecho y arrepentido, como si hubiera matado a alguna persona. A las pocas horas, la visión del cerrito Orqorara lo en­frentó con el paisaje de su pueblo añorado. Y, ahí esta­ba Nuñoa con sus enormes cerros: el Calva­rio, Antaymarka y Sachapunku; y su famoso hipódromo, y su plaza de to­ros, y sus filas de casitas de paja y de calamina. Los veía después de diez años de radicar en Arequipa. Sintió la alegría de quien retornaba a sus raíces.
Mientras rotaba el carro se dieron cuenta de que los indios corrían de abajo hacia arriba y viceversa, desespera­dos, llorando, comentando algo ignoto con mucha tristeza. Siguieron calle arriba y pronto se estrelló contra la camione­ta una multitud de sombreros, ponchos y phullos negros. Más adelante: una escolta de vecinos notables y hacendados lleva­ban en hombros un ataúd des­lumbrante. Los viajeros se bajaron de la camioneta, confundidos, y siguieron a pie a la muchedum­bre. “Sólo la awicha Manuela provocaría tanto llanto, tanta solemni­dad y un cortejo tan gigantesco”, se dijo mientras cami­naba. Era su pálpito, algo le decía que había muerto su abuela. Se conmovió recordando cuánto lo quería su awi­cha Manuela. No pudo evitar unas lágrimas y se adelantó dejando atrás a Martín. Miró atónito la procesión. Escu­chó consternado esos ayes agudos de las viejas indias que llegan a los tuéta­nos como cuchillos asesinos. Lloró otra vez a pesar suyo, y su llanto se confundió con el ulular lastimero de las plañideras. Era medio día, el sol caía a plomo sobre el féretro y sobre la tristeza de la multitud. El cortejo marchaba lento de la plaza de armas hacia el panteón. Pedro Amador se apuró para dar­les alcance. Se aproximó a unos escolares campesinos que iban a retaguardia. “Manuela, pue...mamita Manuela pue”, los escuchó comentar en un castellano motoso. Siguió avanzando por entre la gente esperando el momento opor­tuno para presentarse ante sus parientes. Los ubicó de lejos y una alegría infinita le invadió al recordar que la muerte de la abuela lo beneficiaría con la mitad de la herencia, por ser el “chanaco” de la fami­lia. Sus pro­blemas se resolverían: retornaría a Arequipa, trata­ría de recuperar el dinero perdido en los juegos de azar, levantaría su negocio en ruinas y, emplazaría a su espo­sa Carmen para que retorne al hogar de donde se había largado llevándose a Pedrito Amado, el único hijo del matrimonio. Poco a poco fue metiéndose al centro del cortejo. Los indios le daban paso creyéndolo algún ha­cendado vecino. Escuchaba entre lloriqueo y lloriqueo: “Manuela, la abuela, la awicha queri­da”. No le quedaba ninguna duda, había muerto su abuela. Cambió otra vez de semblante y se acercó al ataúd, y penetró entre los hacendados ,parientes, autoridades y “notables”. Su tío Lucas Melchor lo vio primero. Después volteó la mirada inundada de lágrimas en todas direcciones y recibió venias cariñosas y solidarias de todas partes. Nadie hablaba. Sólo se comunicaban con miradas y gestos de infinita tristeza. “Des­pués de todo mi abuela me amaba más que a nadie...se murió por fin...que Dios la tenga en su gloria”. Así lo había deseado y así se lo había pedi­do a la virgen de Chapi ofreciéndole cirios y ora­ciones.
¡Pobre Manuela! Y Manuela había sido una vieja de roble. Sus ojos negros y grandes fueron la sensación más grata duran­te muchas décadas. Ahora contaba con noventa años, pero pare­cía de 60 a lo más. Llevaba el pelo pla­teado pegado al cuero cabelludo y recogido en un moño gracioso encima de la nuca. Todos la llamaban abuela, y en efecto lo era. Vivían de ella o con ella 72 nietos, 18 hijos entre varones y mujeres, colonos incontables, una numerosa servidumbre y, compadres, ahijados y amigos en decadencia. Su ingente riqueza le permitía solventar sin ningún problema toda esta parentela. Heredera de una gigantesca hacienda supo darle a su vida un matiz extra­ordina­rio: se casó tres veces y enviudó otras tantas. Entre matrimo­nios y pruebas matrimoniales trató de hacer familia infructuo­samente hasta en siete oportunidades. Cuando joven la conocían en los círculos aristocráticos de Puno, Arequipa y La Paz como a la “Bella Manuela”. Poetas, músicos y enamorados cantaron al hermoso lunar que lucía sobre el labio superior, cerca a la aleta iz­quierda de su naricita respingada. Aún hoy, aquel lunar retinto sobresale en medio de su tez cuarteada por el tiempo. La última vez que trajo un hombre a la casa sin que sus hijos ni sus nietos se lo impidieran fue cuando cumplió los 65 años; pero, al poco tiempo Marcial Melén­dez, aquel hombre corpulento de cincuenta años, fue obligado por ella a abandonar la casa por inservible. El rumor que Manuela hizo correr para no generar escán­dalos fue que se habían separado por mutuo disenso. Con éste se le acabó la manía de formalizar con bombos y platillos sus apasionadas relaciones amorosas.
La abuela tenía una extensa hacienda llamada “Aguas Calientes”. No era una sola propiedad, sino, algo así como una federación de veinte haciendas que Manuela concentró en su larga vida amparada por jueces, curas y policías. ¿Que era trabajadora? lo era como nadie en el mundo. Sus enemigos, que sí los tenía, la llamaban “La Araña Viuda” por aquello de que lo estaba permanentemen­te...Tuvo mala suerte en el amor, pero, buena para agi­gantar su riqueza fabulosa y su poder. Su gran propiedad abarcaba muchas haciendas cuyos nombres Manuela apenas podía recordar: Wancho, Muñapata, Fakuyuta y diecisiete más unidas en un sólo nombre: “Aguas Calientes”. Ejercía un poder y una autoridad férreos sobre todos los que vivían en la hacienda y fuera de ella. En efecto, su omnipotencia traspasa­ba los límites de su propiedad y recorría victoriosa por cada una de las oficinas estata­les y paraestatales de Nuñoa y de la misma ciudad de Puno donde la aristocracia y las autoridades la aprecia­ban tanto como a sus famosas donaciones. ¿Que era al­truista? Lo era. Se amaba tanto que no desperdiciaba ocasión alguna para apoyar construcciones públicas, acciones humanita­rias y donaciones sin fin. Por eso le guardaban ley; por eso, y como homenaje a su vida ex­tra­ordinaria salpicada a veces de rasgos de heroicidad.
Un día, cuando cumplió sesenta años tuvo un mal sueño y advirtió en aquella pesadilla una premonición: Se moriría en cualquier momento, sentía cercanas las manos heladas de la muerte sobre su noble frente. Repe­tidos síncopes cardíacos la convencían de este presenti­miento. Una angustia indecible la invadió a pesar de haber vivido como sólo ella podía hacerlo. Nunca hasta entonces se afectó tanto su salud ni su estado de áni­mo. Enemiga de pedir información a los médicos sobre el tiempo que le quedaba por vivir hizo un testamento pro­visorio, adquirió un fastuoso féretro de Arequipa y se mandó construir un mausoleo donde debía enterrarse con todos los honores. Todos quedaron conformes con el tes­tamento que beneficiaba a su nieto Pedro Amador con la mitad de la herencia. Los demás herederos lo aceptaron considerando que ya habían recibido gran parte de lo suyo. Manuela se apresuró, por medio de su numerosa pa­rentela, en hacer correr el rumor de que esperar su muerte era como esperar los días de mayor hambre y des­gracias para Nuñoa. El pueblo se lo creyó y pronto todos hablaban de la próxima muerte de la abuela como si se tratara de los días terribles del fin del mundo, de días espantosos que diezmarían sin piedad animales y sem­bríos. El tata Herencia decía en sus sermones: ¿Cómo no esperar esos días trágicos...esos tiempos de dolor y hambre si la construcción de la casa cural, y el incen­sario, y el cáliz, y cuanto tenemos y comemos son frutos de su infinita bondad?
No obstante, pasaron diez años desde el día en que adquirió el ataúd sin que la muerte asomara sus narices por la casa de Manuela. A pesar de sus 80 años lucía saluda­ble, vital y nada parecía que pudiera matarla. El sueño de hace diez años quedó en el olvido; pero, escar­menando aquellos recuerdos se acordó del cajón mortuorio y lo mandó sacar al patio. Lo encontró bello, relucien­te, de agradable color caoba. Manuela se alegró de verlo intacto, mas, cuando revisó los interiores encontró que se estaba apolillando. Le aconse­jaron airearlo y untarlo con finos aceites. Los hijos le sugirieron comprar otro. Ella rechazó lo último porque era creyente irre­flexiva de los mandamientos de la iglesia, de las deci­siones de la virgen María. “Tal vez con estas señas Dios me esté diciendo que todavía debo hacer penitencias para merecer su gloria. No soy nadie para cambiar mi ataúd y desa­ca­tar sus designios”. Entonces decidió asolearlo, airearlo y untarlo con aceites de pino y linaza cada fin de mes. Y así lo hizo religiosamente desde 1959 a 1969.

Ahora, Manuela ha cumplido 90 años y todavía se encuentra en buen pie. Se ha vuelto más caprichosa y autoritaria. Nadie discute su poder, y evidentemente nadie lo hará hasta después de su muerte. De tanto aso­lear y acariciar su ataúd apoyada por dos viejos ahija­dos, se encariñó con el cajón; ha llegado a sentirlo como a una parte esencial de su vida, como a una prolon­gación de su existencia. De tanto sentirlo como parte de su cuerpo le ha otorgado capacidad de comunicación. Por eso entablan largas conversaciones, y se dijera que se aman porque saben que juntos irán a descansar algún día a la frialdad del sepulcro. “Veinte años de pensar en la muerte me familiaricé con ella. Me envejecí sin remedio. Tengo 90 años y a mi edad me hablan de Reforma Agraria. Pues, moriré...sólo quiero que Dios no abandone nunca a mi familia”.
Entre tanto, Pedro Amador es tocado por las manos maldi­tas de la mala suerte. Con sus apenas 30 años se siente un hombre derrotado, aunque todavía le queda la herencia de la abuela; pero, esperar la muerte de la abuela es como esperar el día del juicio final. No obs­tante, es su única salvación. Entonces debía marchar hacia Nuñoa...Antes visitó los templos arequipeños llo­rando como una víctima desconsolada, y rogó a Dios para que la vieja de roble cayera por fin. Lloró y le prendió tres velas a la milagrosa virgen de Chapi para que se la recogiera. Le asaltaron algunas dudas pero marchó a Nuñoa y a Aguas Calientes a esperar que su abuela se muriera. Pero cuando se encontraba en Santa Rosa presto a partir a Nuñoa se vio con su amigo Miguel Pinto, y pasó cuatro días inolvidables con la familia de aquél, consumiendo manjares, bebiendo lico­res exquisitos y gozando de las caricias de Rosa Elba Pinto, la chica más hermosa del lugar.
Al llegar a Nuñoa se encontró con aquel cortejo fúnebre. Era como si Dios le hubiese escuchado: ¡Muerta por fin la inmortal Manuela! “Puedo parecer malvado, pero fue por su bien que le pedí a la virgen que descan­sara, que dejara para siempre este valle de lágrimas” Su tío Lucas Melchor lo vio primero y lo abrazó apenas estuvo a su lado. Pedro Amador lloró sobre el pecho de su tío Lucas Melchor. Después pasó a los brazos de su tía Dora , y lloró también sobre su pecho sin decir palabra alguna. Los parientes que lo circundaban lo miraban apenados; parecía que querían decirle algo pero sin atreverse por la solemnidad de los funerales. “La abuela pue, la Manuela querida y sus acciones heroicas”, siguió escuchando una cascada de voces apacibles. Luego buscó a sus demás pa­rientes. Sus tías iban detrasito del ataúd. Las reconoció a todas: a Rosa Natividad, a Zoila, a Mercedes , a Encarnación, y más allá de Encar­nación, a la vieja Manuela, toda de negro, llorando a mares. Se cubría el rostro macilento con un velo de tul negro adornado de amatistas diminutas. Pedro Amador se limpió los ojos legañosos de tanto llorar y miró otra vez para comprobar si se había equivocado. No se equi­vocó esta vez: era su abuela asiendo con una de las manos la cin­tilla negra del cajón junto con otros veci­nos notables y parientes. Manuela lo vio y le dio la bienvenida con una dulce mirada. Pedro Amador fue presa de un terrible sopor y se desplomó sin que sus tíos pudieran contener­lo. Su tía Encarnación y el tío Lucas Melchor se acomedieron para llevarlo a casa y atenderlo lo más pronto posible. Al cabo de una hora se recuperó el hombre, pero perdió el habla y se le paralizó medio cuerpo por la fuerte impresión. Contestaba con gestos a todos los mensajes que recibía, por lo que dedujeron que escuchaba aunque no podía hablar.
Fue entonces que el tío Lucas Melchor empezó a explicár­selo todo: Hace cuatro días cuando Manuela mandó sacar con sus dos ahijados el cajón aquel para airearlo y limpiarlo conve­nientemente, se partió el ataúd en dos y cayó al suelo cuando los que lo cargaban no lo habían bajado todavía de los hom­bros. En realidad el cajón se encontraba totalmente apolillado y dañado por la hume­dad. Manuela, tú la conoces, vio en aquel hecho una maldición de sus enemigos. Entonces se le ocurrió cam­biar el destino, devolver la maldición a quienes se lo habían hecho. Ah!! Fue por eso que dispuso el entierro de aquel ataúd dentro de otro cajón lujoso que mandó comprar inmediatamente del Cusco... Y todos los que amamos a la abuela estamos acompañando estos funerales ordenados por ella. El tata cura nos ha apoyado gustoso: Ha hecho la misa cantada y como has visto encabeza los funerales. ¿Que está cobrando un dineral? ¡Claro que sí! Pero vale la pena hacerlo por Manue­la la inmortal.

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