miércoles, 16 de septiembre de 2009

EL LIBRO DE DORIAN ESPEZÚA: UN NUEVO ENFOQUE Y ACERCAMIENTO AL DISCURSO INDIGENISTA



Por Feliciano Padilla


En mayo del presente año terminó de publicarse el libro “Entre lo real e imaginario: una lectura lacaniana del discurso indigenista”, de Dorian Espezúa Salmón, por medio de la Editorial Universitaria de la Universidad Nacional Federico Villarreal, en mérito a que fuera premio nacional de ensayo 1999 de un concurso convocado por aquella Casa de Estudios Superiores.
El libro contiene 7 capítulos y un epílogo, además de una introducción muy esclarecedora y algunos comentarios de intelectuales peruanos en las primeras hojas.
En el primer capítulo nos presenta todo el aparato formal de su metodología de trabajo y nos hace conocer en qué consiste una interpretación psicoanalítica del discurso. En tal sentido, afirma que utilizó la teoría psicoanalítica de Jacques Lacan, que parte de los postulados de S. Freud; pero, que no es freudiano solamente, sino que integra los postulados lingüísticos de Ferdinand de Saussure en lo referente a la dicotomía significante/significado; los aportes de Levi-Strauss en lo que tiene que ver con la interpretación de textos y, particularmente, de los mitos y; de la filosofía del lenguaje y de la crítica postmoderna que han acuñado diversos conceptos y categorías como otredad, alteridad, aculturación o interculturalidad. La clave para comprender el libro es sumergirse adecuadamente en la explicación de la estrategia metodológica. Y esto consiste en lo siguiente: El significado del signo (morfema, monema o palabra) se relativiza a tal extremo que sólo adquiere significación en el acto del habla. Esto ya lo había explicado Luis Hernán Ramírez en su libro “Estructura y funcionamiento del lenguaje”, quien nos decía que las palabras suministradas por la lengua son elementos virtuales de las cosas y sólo adquieren plenitud significativa y su sentido real dentro del enunciado o discurso. “Se actualiza sólo un concepto virtual de la cosa. La actualización comprende todas aquellas operaciones que se cumplen para decir algo acerca de algo con los signos de la lengua, o sea para dirigir hacia la realidad concreta un signo virtual de la lengua” (RAMÍREZ. L.H.;1982:85).
Esto quiere decir que todo es discurso, el mismo que se configura como un continuo fluir de significantes que nunca podrán significar lo real y que más bien nos remiten a la realidad. Entre lo real y la realidad hay una gran distancia, en tanto la realidad es la representación de lo real a través del signo o del conjunto de ellos que es el discurso. El método lacaniano no niega la existencia de lo real, sino que sólo remarca que es inasible, incapturable e inabarcable. El productor del discurso nunca llega a decirnos qué es o cómo es lo real, sino, solamente, cómo es la realidad; vale decir, cómo es la representación de lo real. El método lacaniano establece tres registros del discurso: un registro real irrepresentable, inaccesible; un registro simbólico como representación hecha por medio del lenguaje y la dimensión de la cultura y; un registro imaginario donde están atrapadas las imágenes que el productor del discurso hace de sí mismo o de los sujetos a quienes cree representar.
En el capítulo II, Dorian Espezúa aplica el registro de lo real para analizar el discurso indigenista que, desde diversas ópticas, se viene elaborando a través de diferentes discursos producidos desde la época colonial hasta nuestros días, de tal manera que el indigenismo viene a ser algo así como un meta-discurso constituido por componentes tan diversos, distintos y, a veces, contrapuestos. El referente del indigenismo ha sido el indio que tuvo y tiene una existencia real; pero ocurre que lo real es demasiado heterogéneo, amplio y complejo para ser capturado por un discurso. Por lo tanto, en todo este prolongado período de siglos sólo ha sido posible captar un aspecto reducido y diverso de la realidad; pero, de ninguna manera, de lo real. En otras palabras el hombre (indigenista) interpreta lo real a través del lenguaje y, por tanto, lo que transmite no es lo real sino la realidad. La realidad es una construcción elaborada exclusivamente por medio del lenguaje. Por esta razón, el indio presentado por el discurso indigenista es una invención del lenguaje, es un producto del discurso enunciado por alguien que no es indio y que en un afán reivindicador pretende representar la voz y el alma del indio, que necesariamente se constituye en “otro”, en relación al productor del discurso.
El capítulo III aborda el registro de lo simbólico del discurso indigenista. La simbolización es la representación de lo real (el indio) a través de la palabra. Pero, Espezúa se pregunta ¿Quién es el productor del discurso indigenista? Es decir, ¿quiénes son los que simbolizan lo real a través del lenguaje? A fin de cuentas, el discurso indigenista es enunciado por alguien o algunos que no son indios (obviamente indigenistas); para que el indio que es el “otro” crea que es su propia voz y su propia alma y para que el “OTRO”, que es el poseedor de la verdad y el poder (la crítica literaria) lo reconozca como portador de la esencia del indio. Sin embargo, como cada discurso parcial acerca del indio depende de la actitud, de la cultura y la dimensión ideológica del enunciador, nunca puede saberse de modo adsoluto cuál discurso es verdadero o se acerca más a lo real, siendo que no han sido pronunciados por los propios indios. El indigenista es sin lugar a dudas un mestizo o criollo que mira lo indio desde diversas perspectivas; es un sujeto culturalmente occidentalizado o por lo menos transculturizado. No debe discutirse, por tanto si un discurso es verdadero o no, porque no está reflejando lo real, ya que la verdad y la falsedad son cualidades de la realidad y no de lo real. Pero, es indudable que el discurso indigenista busca el reconocimiento de valores negados (identidad) por la cultura occidental. Pero, el problema de la identidad corresponde a aquellos que no tienen identidad; no es un problema de los que saben qué son. Por tanto, el indigenismo vendría a ser una impostura; es más, una suplantación y apoderamiento de lo que corresponde “al otro” que es el indio.
El capítulo IV aborda el registro de lo imaginario en el discurso indigenista, que está constituido por la imagen que el indigenista ha creado acerca del sujeto de la enunciación que es el indio. Lo imaginario responde a una identificación ideal, por lo que el indio de los indigenistas es una imagen virtual de aquél. El indigenista se identifica con la imagen ideal del indio en tanto es diferente a él y asume su expresión en la medida en que no puede expresarse como él. En conclusión es el indio lo que les falta a los indigenistas, o por lo menos a una gran mayoría de indigenistas. Vale decir, les falta el manejo de su cosmovisión, de su aparato simbólico, de su concepción de lo real, de su “otro” cultural. No nos olvidemos que cada cultura construye una forma de racionalidad, es decir, una forma de conceptuar el mundo y de representarlo a través de su lengua. Cada lengua construye el mundo, la realidad, de acuerdo a su propia idiosincrasia; por tanto pretender captar la realidad con otra lengua es una empresa imposible. Siempre habrá distorsiones, desviaciones y descarríos, como ha sucedido con el discurso indigenista. Por eso, la expresión del alma y la voz del indio debe hacerse a través de su propia lengua.
CAPÍTULO V: ANÁLISIS DE HUK DUKTURKUNAMAN QAYAY O “LLAMADO A ALGUNOS DOCTORES” de José María Arguedas:
Arguedas, por las circunstancias especiales de su niñez y de su vida trágica, está considerado por la crítica, como el escritor que mejor refleja el mundo andino. En su poesía sintió la necesidad de expresar en quechua aquello que no tenía referentes en occidente, por una necesidad de ser un indio con su propia lengua y no un indio que se exprese en castellano. No se olvide que toda su poesía, primero la escribió en la lengua que controlaba mejor, el quechua y; luego la tradujo al español. Si bien es cierto que mucha de su narrativa la escribió en castellano no se ignora los enormes conflictos que tuvo con el lenguaje para adecuar el castellano a lo suyo. Arguedas, en el análisis de Espezúa aparece como un escritor atrapado entre dos lenguas y dos culturas que configuran dos formas de pensar y de vivir. Él no era indio, pero había logrado la aceptación de representatividad de parte de este sector de la población peruana. Para coronar su obra necesitaba ser reconocido por la crítica como el escritor que representaba a los nuevos indios; no a la imagen virtual que los indigenistas anteriores habían logrado presentar, sino a una realidad distinta, cambiante, transformada en un proceso de quinientos años. En efecto, fue reconocido como padre de los nuevos indios; fue y es un patriarca que profetiza que la única salida para el indio como esencia de la nación es el mestizaje racial, étnico, cultural y lingüístico. Por eso en el poema “Llamado a algunos doctores”, que es un anatema contra el discurso universitario, contra el discurso académico que supuestamente es poseedor de la verdad y el poder, plantea una demanda de reconocimiento, un llamado de atención a la miopía de los “doctores”, que pudiendo, no quieren ver las virtudes de la sabiduría indígena. En el mismo poema escrito en quechua y traducido al castellano, se puede advertir su tesis respecto al futuro de “lo indio” como un proceso de articulación de elementos culturales en conflicto; vale decir, el mestizaje.
CAPÍTULO VI: ANÁLISIS DEL POEMA EE de EFRAÍN MIRANDA.
De acuerdo al análisis que realiza Dorian Espezúa, en este poema se observa que Efraín Miranda es un indigenista mestizo cultural, racial y étnico, que reclama ser el “otro”, vale decir, un indio. Sin embargo escribe en un castellano estándar y definitivamente castizo; quiere decir esto que se apropia de la letra para plasmar un discurso aparentemente indígena. Miranda parece decirnos que el único capaz de expresar lo indígena es él y, para este reconocimiento apela a la Madretierra; pero, Espezúa plantea dos preguntas ¿Por qué Miranda demanda el reconocimiento como indio? ¿No es suficiente saberse indio? En el poema aludido, no acepta que lo llamen cholo, o sea, no acepta que lo llamen mestizo. Siendo él mismo un mestizo, recusa el mestizaje y cree más bien en la pureza del indio. Por tanto es productor de un discurso indigenista racista y reduccionista en tanto margina al elemento occidental a pesar de utilizar el lenguaje del “otro”. El discurso mirandiano es una impostura en relación al indio, porque tiene este carácter suplantador y, se configura como una identificación con la imagen virtual de lo real: el indio. Pero, otra cosa es el gran valor de su actitud como mestizo hacia lo indio, que Espezúa meritúa y que nadie puede negarlo. Y es en esta dimensión que queremos y apreciamos a Efraín Miranda. Al indio no le es desfavorable tener amigos entre los mestizos o entre los que son de la cultura criollo-occidental.
CAPÍTULO VII: ANÁLISIS DE “HOMILÍA DEL QORI CHALLWA” DE GAMALIEL CHURATA.
La posición de Churata es parecida a la de Arguedas, en la medida en que ambos reconocen el surgimiento de una nueva cultura amalgamadora de lo indio y de lo occidental. Churata sostenía que la literatura india debía escribirse en indio kuiko, lo cual significaría tres posibilidades: 1)Escribir en idioma quechua o aymara; 2) escribir en castellano híbrido o castellano andino; 3) escribir en castellano, quechua, aymara, latín, etc, para reflejar el carácter multicultural y plurilingüe del país. El discurso indígena tiene que hacerse en indio, pero, como no existe este discurso todavía queda en la oralidad. En el fondo Churata es un escritor indigenista que reclama una literatura indígena a partir del uso de la lengua nativa. Es un indigenista que rechaza el discurso de los indigenistas incluyendo el suyo, por no usar la lengua y la cultura de los indios. Nunca se reclamó indio y, más bien, tuvo la honestidad de llamarse sólo indigenista.
Como verá el lector, Dorian Espezúa nos proporciona nuevas luces para hurgar en el indigenismo y, más aún, en el discurso indigenista que no ha muerto y que, por el contrario, existirá mientras exista un rastro o vestigio que se conecte con lo indio. Por otra parte, el propósito de este ensayo no es establecer ninguna verdad como cierta, sino simplemente sugerir posibles sentidos y acercamientos al registro de lo real: el indio, que como se ha dicho es inexpresable, inasible, inabarcable, en tanto el discurso sólo puede atrapar parcialmente la realidad.
Al final de su trabajo Espezúa se plantea una pregunta ¿por qué buscamos un indio? Las respuestas pueden ser variadas y quizá hasta contradictorias. Yo contesto con una metáfora: Porque somos como un árbol grande y frondoso que necesita raíces fuertes para tomar los nutrientes que nos brinda la Madre Tierra. Algo más: Aun sabiendo que somos una sociedad mestiza o andina, buscamos un indio porque tenemos la seguridad de que él es el elemento ideal y simbólico sobre el cual se está construyendo la nación y el sentimiento de la nacionalidad.
Puno, noviembre del 2000.

PAUTAS PARA LEER NARRATIVA CONTEMPORÁNEA

Por Feliciano Padilla


La narrativa ocupa en este momento un lugar de privi­legio entre los lectores, críticos y literatos en general. A pesar de que hace muchos años se presagió el final de la novela y la ascen­sión del cuento en su lugar, el sino del siglo XXI estará pro­fundamente marcado por la narrativa en sus dife­rentes expresio­nes: la novela, noveleta, relato, cuento y otras variaciones que se puedan hacer derivar de éstos. Nos interesa relevar la impor­tancia de la novela y el cuento, dos géneros en boga. Ambos tienen una existencia muy antigua. La novela, se dice, que es una derivación de la epopeya: La canción de Rolan­do, El cantar de los Nibelungos, La Odisea o El poema de Mío Cid, son sus antecesores más inmediatos. No obstante, culturas más remotas nos muestran especímenes dignos de ser mencionados: La cultura hebrea, novelas como El libro de Rut, El libro de Ester o El libro de Judit y, la hindú, El Ramayana, El Mahabara­ta, etc. El cuento, por su parte, es aún más antiguo que la novela. Junto con el mito y las leyendas, viene de la edad primera del hombre, en la que se utilizó para sistematizar su concepción del mundo, los conocimientos, y los valores y pautas de conducta reverenciados como buenos en la sociedad. China e India, que son los pueblos más antiguos de la humanidad, exhiben una recopila­ción escrita asombrosa de cuentos. La cultura perua­na, cuya fase de esplendor, fue la sociedad incásica, es igual­men­te rica en narrativa breve oral. Nuestras comunidades indíge­nas practicaron el cuento desde sus ancestros, y lo seguirán hacien­do bajo otras formas, matices o fines.
Uno de los aspectos que permitió a la narrativa ocupar un puesto de privilegio en la literatura, ha sido la utilización de los recursos literarios, lo cual ha revolucionado tanto el género de la novela como el cuento. En la novela, esta revolu­ción parte de “El Quijote” y continúa con Madame Bovary, El difunto Matías Pascal, Crimen y castigo, La metamorfosis, Ulis­sys, Los dublinenses, En busca del tiempo perdido, El lobo este­pario, Demián, El sonido y la furia, Luz de agosto, El viejo y el mar, Por quién doblan las campanas, La perla, Cien años de soledad, Hombres de maíz, La guerra del fin del mundo, La vio­lencia del tiempo, etc., que se consideran modé­licos para los estudiosos, aun cuando los literatos prefieran la libertad creadora frente a los paradig­mas. En cambio, el cuento-relato o el cuento-cuento, hizo alarde de recur­sos técnicos desde “Las mil y una noches”, “El Conde Luca­nor” y “Cuentos del Deca­merón”, hasta que apareció la figura excelsa de Anton Che­jov, maestro del cuento para todos los tiempos, por haberle otorgado carta de ciudada­nía mundial. Más tarde, Rudyard Kipling, Allan Poe y Guy de Maupas­sant trabaja­rán por darle más categoría, y lo lograrán con creces. En América latina, el cuento se enseñoreará en la pluma de Juan Rulfo, Julio Cortázar, Jorge Luis Borges, Juan Carlos Onetti, Julio Ramón Ribeyro, etc.
Nadie afirma que el uso de los recursos literarios o técni­cas lo sea todo en narrativa, puesto que éstos se mueven sola­mente dentro del aparato formal. La calidad de la narrativa depende de la concepción que el autor tenga de ésta, de su propia madurez, profun­didad, autenticidad, elección del tema y manejo del len­guaje; sin embargo, no puede negarse que el uso de las técnicas o recursos, la ha convertido en más atractiva y más artística. Apar­te de los recursos lingüísticos—desde el uso de una simple coma hasta la elección de la palabra precisa para el sitio exacto, o el uso del lenguaje figurado—se suelen men­cionar las técnicas de los planos del narrador y de la composi­ción. Por ahora, dejaremos de lado los recursps lingüísticos.
Desde la perspectiva del narrador tenemos al NARRADOR-PERSONAJE, oferente del discurso narrativo en primera persona, tal como puede verificarse en “Yo salvé a Samuel” de Carlos Eduardo Zavaleta, uno de los primeros innovadores de la narra­tiva en el Perú...leamos: “Todavía debo seguir aguardando el frío, la soledad de la noche en este pueblo ajeno, la torpeza de enhebrar un largo discurso lleno de sabios consejos que no me salen. Sí, es un niño y Melva una loba, con dos o tres amantes en su vi­da...”. Mencionamos, también al NARRADOR-TESTIGO, quien, gene­ral­mente, asume la segunda persona en el discurso narrativo, sigue al personaje sin darle tregua así éste se aventure y se pierda en los recovecos del infierno. Esta técnica puede consta­tar­se en “Sombra por castigo real” de Enrique Rosas Para­vicino: “Tú estás en el Ñakarispa Samay, el tiempo de la doloro­sa ago­nía. Clarito ves la plaza de Pampamarca. Cielo de gaviotas arriba y cuadrilla de bailarines abajo. Entonces tienes cinco años y estás sobre el caballo, en brazos de tu padre...”. En tercer lugar, citamos al NARRADOR OMNISCIENTE, el Dios que lo crea todo: personajes, espacio, tiempo, y los manipula según sus propósitos. A este narrador se le siente en todo el texto, pero no se le ve. Asume la tercera persona del discurso narrati­vo, así se puede adver­tir en “Quiero bajarme de la tierra” de Jorge Flórez Aybar: “...un día apareció en una de las paredes una mujer desnuda muy bien dibujada. Montalvo le hizo un punto en el sexo; vino otro, con su navaja hizo un hueco hasta que desapa­reció totalmente el sexo de la mujer; mis compañeros, por cos­tumbre, todos los días y a cada rato, iban agrandando cada vez más el hoyo hasta tras­pasar la pared; desde esa vez, a través del hoyo nos dábamos la mano con los compañeros del 4to Año”. Seguidamente menciona­mos al NARRADOR OCULTO; en este caso, el narrador autor crea a otro u otros narradores para que relaten la historia o parte de la historia. Es el caso de “Mon­tacerdos” de Crónwell Jara que, como cuentista, es la reve­la­ción latino­americana más impor­tante de la década del 80. En “Montace­rdos”, así como en la novela “Patíbulo para un caballo”, Jara Jiménez crea a Maruja, un personaje sumamente humano, quien, en un len­guaje tierno, narra una cadena de acontecimientos degradan­tes, aterra­dores y nausea­bundos del barrio del mismo nombre, donde Yococo y la mamá Grisel­da, y la misma Maruja y demás protagonis­tas, nos llaman la aten­ción acerca de la realidad que viven los “Zorros de arriba” en los cinturones de miseria de la Gran Lima y, motivan un dolor profundo y una solida­ridad a toda prueba en nuestro corazón. Agregamos aquí EL MONÓLOGO INTERIOR Y EL TO­RREN­TE DE CON­CIENCIA, que aunque dife­rentes, son dis­cursos emitidos por algún persona­je para que los conozca solamente el lector, pero no los otros personajes invo­lucrados en la acción. Formal­mente se les suele entrecomi­llar para diferenciarlos de los discursos reales. Es lo que dice un personaje para introdu­cir­nos dentro de su propia vida inte­rior sin que el autor inter­ven­ga con explicaciones o comenta­rios. El monólogo interior llega a expresar la subcon­ciencia o inconcien­cia de los persona­jes.
Por eso, eran textos total o parcialmente inarticulados, sin signos de puntuación, aunque últimamente se usa tales marcas de pausa para faci­li­tar la comprensión de la lectura. El primero en utilizar esta técni­ca fue el francés Edouard Dujardin en su novela “Les Lauries sont coupés”; pero, quien lo hizo magistral­mente fue James Joyce en “Ulissys”. Hay que distinguir monólogos interiores directos e indirectos. Los directos usan la primera persona y dan lugar, a veces, a discur­sos muy hermosos, y otras, a enunciados incohe­rentes, pero sin llegar al dislate; en cam­bio, los indirectos usan la segunda y tercera persona. El to­rrente de conciencia, por su parte, se configura a través de un discurso más racional: utiliza el soliloquio como instrumento para describir la con­ciencia. Virginia Woolf y Joseph Conrad han combinado genialmen­te monólogos interiores y torrentes de con­ciencia. Desafortunadamente, el uso de los monólo­gos interiores entre los narradores noveles ha llegado al abuso, motivo por el cual no goza de la preferencia que antes se le dispensaba en el país.
Desde el punto de vista del plano de la composición, tene­mos EL FLASH BACK, tan relacionado con el trabajo de estructu­ras. Consiste en comenzar por el final. Tenemos el caso de “El habla­dor” de Mario Vargas Llosa. Allí el autor, que es narrador-persona­je, empieza por el final en una galería de Firenze (Ita­lia), donde una extraña fotografía aguijonea su curiosidad: hombres y muje­res de diferente edad están sentados formando un círculo, con los pies cruzados, a la manera de los machiguengas, y al centro, un hombre les habla en medio de un paisaje sugesti­vo. Esto le recuerda su estada en la selva peruana y la historia de Mascari­ta como el “habla­dor”, una persona que conserva la memo­ria colectiva de sus etnias y cuya misión es viajar de comunidad en comunidad y fortalecer con sus relatos de mitos, tradicio­nes, costumbres y religión, al amparo de la ceremonia del habla­dor, la identidad cultural. El final de la novela ubica al narrador otra vez en Firenze donde termina de reconocer aquella fotogra­fía como perteneciente a los machiguengas. Otra técnica muy apreciada es la de LOS VASOS COMUNI­CAN­TES que con­siste en utili­zar dife­rentes espacios y personajes con temas que aparen­temente no tienen relación. Por medio de argucias narrati­vas las histo­rias se van articulando para formar la unidad textual. Esto también se conoce con el nombre de narración en varios planos. Tal vez sirva aludir a “El amor en tiempos del cólera” de Ga­briel García Márquez: El capítulo I trata de la vida y pasión de Juvenal Urbino y Fermi­na Daza, una pareja feliz de viejos espo­sos. El capítulo II, de la vida de Fermina Daza, de su adoles­cencia, sus amores, etc. Los siguien­tes capítulos, de Florentino Ariza: su adolescencia, su suerte de enamorado sin fortuna, y la de otros personajes. Poco a poco las acciones y secuencias se interrelacionan para formar una unidad temática y estructural. Termina la obra fundiendo las vidas de los ancia­nos Fermina Daza y Floren­tino Ariza dentro de un barco que surca el Magdalena en una travesía sin fin, lo cual obliga a que el capitán del “NUEVA FELICIDAD” les espete en la cara un airado reclamo: ¿Y hasta cuándo creen Uds. que podemos seguir en este ir y venir del carajo? La respuesta no se dejó esperar:¡Toda la vida! Y, nadie podía acercárseles, y probablemente, hasta ahora, nadie aúm se les acerque, porque la nave llevaba la bandera de los barcos infesta­dos de cólera. Citamos, también, EL RACONTO, que consiste en crear una historia por asocia­ción de ideas, a través de la reme­mora­ción. Generalmente, da lugar a las narra­cio­nes paralelas, gracias al torrente de concien­cia. Al final, esta “otra historia” viene a ser parte de la historia principal. Tal técnica puede observarse en “La extraña muerte de un candi­dato”. Cito este cuento mío por razones didác­ticas: como es conocido por los estudiantes de Literatura de la Uni­versidad Nacional del Altiplano—a cuyo pedido escri­bo este artí­culo--, me sirve para ejem­plificar de manera clara: Un plano alude a la histo­ria del misterioso asesi­nato del político Javier Alaín Barrales y, el otro, a un trián­gulo amoro­so entre dicho políti­co, el pintor Pedro Gómez y la modelo Luisa Potién. Al final, las dos histo­rias se unen y forman una sola. Otra técnica cono­cida es LA ESTRUCTURA CIRCU­LAR, en la que el flash back da origen a este tipo de composi­ción: Comienza por el final, des­cribe un círculo y vuelve otra vez al final. Esto no es nuevo, sin embargo. “La Odisea” comienza con la presencia de Telémaco buscando a su padre, que ha veinte años no retorna a Itaca; los siguientes capítulos hacen alusión a las aventuras que se susci­tan por voluntad de los Dioses y del hado en aquellas dos déca­das; final­mente, la obra termina con el encuen­tro feliz de Ulises, Penóle­pe y Telé­maco en la isla de Itaca. Existe OTRA ESTRUCTURA CIRCU­LAR que sí es técnica contem­poránea: Muchas historias relatadas por varios narradores, entre ellos por el propio autor, se tejen en torno a una sola historia central. Podemos constatarla en “La ciudad y los perros: las historias de Jaguar, Cava, Alberto el Poeta, del Esclavo Arana, Gamboa, etc., aparte del propio autor, forman una sola unidad temática. En las últi­mas décadas se habla de LAS CAJAS CHINAS, recurso narrativo que permite a un cuento esconder a otro o más relatos dentro de sí; se asemeja, en efecto, a las cajitas chinas, en las que, al abrir una, descu­brimos otra más pequeña y, al abrir ésta a otra aún más chica, y así sucesiva­mente. “La última mudanza de Felipe Carrillo” de Bryce Echenique utiliza las cajas chinas aparte de otras que, al final, opacan la primera. Igualmente es intere­sante la técnica ALETA DE TIBURÓN que consiste en esconder hasta el final lo esencial del perso­naje central o la trama del texto, aun cuando el autor los haya presentado desde la primera línea o párrafo. Esto sucede, por ejemplo con “El desafío” de Vargas Llosa, donde la relación entre Justo y Leonidas, el Viejo, miembros de la “collera”, se aclara recién en el último párrafo, por mediación de otro pandi­llero. Se trata de un duelo a chaveta entre Justo y el Cojo, dos jefes de grupos rivales que se disputan la hegemonía de un barrio piurano. La pelea se reali­za en la Balsa, un lugar estra­tégico de aquella ciudad norteña. Ambos contrin­can­tes asisten acompañados de sus camaradas. El combate es san­griento. Desgra­ciadamente, Justo cae moribundo, razón por la que lo llevan sus compañeros en una especie de camilla. Recién en aquel momento le dicen a Leonidas que su hijo Justo había combatido con valen­tía, que no debía poner­se triste por la derrota, y así, se resuelve el enigma generador de tanta tensión en el relato. Igual recurso constata­mos en “El regreso”, hermosí­simo cuento de Miguel Arri­bas­plata, donde la persona­lidad de Doroteo es escon­di­da hasta el fin; como resulta­do de este genial artifi­cio, el inter­locutor que parecía ser el pollino o su propia concien­cia es el difunto Doroteo y los diálogos resul­tan siendo monólo­gos silen­tes. De esta manera, Arribasplata, en el desenla­ce del cuento, nos muestra el cuerpo del tiburón, cuyas aletas habíamos adver­tido desde el principio.
El propósito de esta nota es ayudar al lector y al gustador de literatura, a desentrañar los juegos espirituales planteados en la obra por el autor. Los recursos y técnicas no tienen sino este propósito. A fin de cuentas, la lectura literaria es un ejercicio espiritual que permite un contacto estético entre los lectores y el autor. Eso lo perciben nues­tros escrito­res. Por eso los alienta el deseo de buscar lectores “machos”, o sea gustado­res de literatura que intervengan activa­mente en la confi­guración de la estructura, y hasta en la selec­ción del final. Esto, contrariamente a lo que se prefería antes: lecto­res “hembras”, puramente receptivos, como gustaba explicarnos Julio Cortázar. Por tanto, anímese, señor, a leer narrativa contempo­rá­nea. No es obligatorio que su profesión esté relacio­nada con las letras o las carreras humanísticas. Los Estados Unidos, un país que ha desa­rrollado enor­memente su ciencia y tecnología, cuenta con un mercado anual de veinte millones de lectores de literatura, entre los cuales se encuentran, consti­tuyendo buen porcentaje, es­tudiantes y profe­sionales de carreras netamente técnicas. En Europa, Canadá y USA, tampoco contraponen la ciencia y la tecnolo­gía al arte y la literatura, como suelen hacer ciertos ­“profesionales técnicos” en Puno, que farfullan por ignorancia:¡Para qué sirve la literatura! Pues, desconocen que allá han elevado hasta lo inimaginable su industria y tecnolo­gía, pero no se hacen problemas para exhibir los más grandes narrado­res y poetas del planeta; es que saben que la literatura es capaz de revocar el proceso de deshu­manización y robotización que vive el mundo moderno...de devol­verles espiri­tualidad, calidad de perso­nas, en todo el sentido de la palabra. Entonces: ¡Bienveni­do si se anima a ingresar al maravilloso mundo de la literatura!

LO REAL MARAVILLOSO EN LA LITERATURA AN­DINA




Por Feliciano Padilla



I. ANTECEDENTES:

Desde los años 20 hasta los 50 se produjo en Europa la llamada “crisis” del pensamiento racionalista. En realidad, se trató de una intensa crítica a la lógica racionalista y al positivismo que llevó el desarrollo industria­l hacia metas insospe­chadas: la deshumanización del hombre, la apari­ción de países capi­talistas hegemónicos y las dos conflagra­ciones mundiales. ­
José Carlos Mariátegui, ante el caos en que se debatía el mundo, aseveró con lucidez, en su ensayo El hombre y el mito: “La experiencia racionalista ha tenido esta paradójica eficacia de conducir a la humanidad a la desconsolada convicción de que la razón no puede darle ningún camino. El racionalismo no ha servido sino para desacreditar a la razón... A la idea razón la han muerto los raciona­listas. La razón ha extirpado del alma de la civilización burguesa los residuos de sus antiguos mitos. El hombre occidental ha colocado, durante algún tiempo, en el retablo de los dioses muertos a la razón y a la conciencia. Pero ni la razón ni la conciencia pueden ser un mito . Ni la razón ni la ciencia pueden satisfacer toda la necesidad de infinito que hay en el hombre”. ¡Qué duda cabía!, el mundo occidental había extraviado la brújula y no tenía cuándo ni cómo salir de este transtorno atroz.
La crisis del racionalismo y positivismo mereció diversas respuestas. Dentro de estas corrien­tes contestatarias, apareció el SURREALISMO como uno de los inten­tos más profun­dos de redefinición de valores acerca de la civili­zación occidental asfixiada por el desarrollo de la tecno­lo­gía, la deshumaniza­ción y la angustia existencial genera­lizada. El surrealismo, lejos de todo nihilis­mo, pre­tendió desen­trañar el sentido último de la realidad, de una realidad más amplia, “supe­rior” hasta enton­ces desdeñada; quie­re desvelar el fun­cionamiento real del pensamiento con ausen­cia de toda vigilan­cia de la razón. Este descubrimiento de la realidad debía pasar por la reinvindicación del subconsciente y del sueño, a los que se debe otorgarse una igual o mayor importancia que a la razón. Jean Paul Sartre decía: “El proceso utilizado por los surrealistas consiste en descender ‘en sí mismo’ a fin de recobrar la esencia de los valores primitivos olvidados o reprimidos por el industrialismo cuyos valores habían naufra­ga­do causando grandes sufrimientos al hombre”.
André Breton es el fundador de este movimiento. Lo acom­pañan Louis Aragon, Soupault, Eluard, Péret, etc. El surrea­lismo durante las décadas posteriores cambió de propósi­tos y espíritu según su acerca­miento o alejamiento respecto del marxismo. No obstante, incluso después de la segunda guerra mundial, se lo consideraba como una seria actitud de ruptura con el racionalismo occidental. Esta actitud de “ruptura” de los surrealistas tuvo una enorme influencia entre los numero­sos escritores latinoame­ricanos que se encontraban en Europa en la década del 40; particularmente, en Miguel Ángel Asturias y Alejo Carpentier, entre otros.


II. LO REAL MARAVILLOSO O REALISMO MÁGICO:


Asturias y Carpentier retornan a América con dos li­bros: “Hombres de maíz” y “El reino de este mundo “ (1949), respectivamente y, fomen­tan un cencepto nove­doso: el realismo mágico. La naturaleza y las constantes de estas dos obras han sido magistralmente expues­tas por el Dr. José Anto­nio Bravo en su libro: “Lo real mara­villoso en la narrativa latinoame­ricana”. No obstante, el pri­mero en conceptuali­zarlo fue Carpen­tier, quien señalaba los siguientes elementos como indispensa­bles para configurar el realismo mágico: 1) La exis­ten­cia de una fe irreflexiva en algo: personajes con poderes ilimitados, mundos maravillosos descomunales, accio­nes inexpli­cables para la ra­zón; fe en Dios o en Dioses negados por el cristianismo. 2) Perso­nas que tienen fe. 3) Personas que tienen fe en al­guien. 4) Al­guien que tiene atributos superiores. 5) Manifes­tación de esos atri­butos ante personas que tienen fe. 6) La manifes­tación de tales atributos debe alterar la realidad, lo cual es el hecho real maravilloso. 7) Tanto los personajes de la obra, los lectores en general y el autor deben tener fe en estos aconte­cimientos... debe otorgárseles una existencia real. 8) La geografía, la historia, los mitos (llamados desdeñosa­mente fetichería o supertición) deben estar impregnados de una atmós­fera mágica, extraordina­ria, remota. El Dr. José Antonio Bravo reordena estos elementos bajo un esquema diferente, aun­que respeta en el fondo la pro­puesta de Carpen­tier.
La realidad maravillosa o realismo mágico, en América latina
· hay personas que hacen diferencias entre uno y otro como producto de una mirada desde afuera respecto de la racionalidad andina, a la que consideran erróneamente como pensamiento mágico-religioso, propio de sociedades arcaicas-, es parte de nuestra realidad objetiva; por tanto, no se trata de dos realidades que sola­mente se oponen, sino de dos aspectos de una sola contradic­ción, que se unen y pugnan en un decurso permanente. Europa y Esta­dos Unidos se asombran sobremanera cuando leen este tipo de narra­tiva, que tanto en su vertiente indígena o criollo-occidental, expresan una realidad desaforada, descomunal, delirante: ¡Absurda para la lógica raciona­lista! Hombres de maíz, El mundo de este reino, Pedro Páramo, Cien años de soledad, El pez de Oro (de Gama­liel Churata), El Rasu Ñiti, etc. y, toda la literatura oral andina colmada de divinidades y hechos colosa­les, revelan esta realidad.

III. EVIDENCIAS DE LO REAL MARAVILLOSO EN AMÉRICA LATINA:

Gabriel García Márquez, en el discurso que pronunció el 8 de diciembre de 1982, al recibir el premio Nobel de Literatu­ra hizo mención a algunos episodios, que aun perteneciendo a la historia, tienen rasgos misteriosos, mágicos. He aquí algunos:
“Once mil mulas carga­das de cien libras de oro cada una, que un día salieron del Cusco para pagar el rescate de Atawallpa nunca llegaron a su desti­no, ni se sabe hasta ahora dónde pudieron haberse extra­viado. Duran­te la colonia, se vendían en Carta­gena de Indias unas gallinas criadas en tierras de Aluvión, en cuyas mollejas se encontra­ban piedrecitas de oro”.
“El general Gabriel García Morena que gobernó el Ecuador durante dieciséis años como monarca absolu­to, cuando murió fue velado con su uniforme de gala y su coraza de condeco­raciones sentado en su silla presi­dencial”.
“Alvar Núñez Cabeza de Vaca explo­ró duran­te ocho años el Norte de Méjico en busca de la fuente de la eterna juven­tud; en esta expedición sus miembros se devoraron unos a otros y sólo retor­naron a Méjico 5 de 600 que la em­prendieron”.
Ahora, revisemos algunos relatos andinos:
“Manuela, una matrona nuñoe­ña, pro­pietaria de una gran hacienda, cuyo poder traspasaba los límites de su terri­torio y se paseaba triunfante por todas las ofici­nas estata­les, adquirió un lujoso ataúd al cumplir 60 años y tener el presen­timiento de que mori­ría pronto; hizo testa­mento; no murió; pero, su cajón no resistió la acción del tiempo: se apolilló y ­se destruyó. Manue­la, cuando llegó a los 90, tuvo que ente­rrar su ataúd dentro de otro cajón mortuorio lujosísimo, en unos funerales solem­nes que hasta ahora se comentan en Puno. El nieto que viajó desde Are­quipa para reci­bir la heren­cia a la muerte de Manuela, sigue esperando, viejo y achacoso, el momento final de aquella anciana inmortal”. (Relato de F.Padilla).
“Desde hace años, los famosísimos músicos de la banda Los reyes de Oruro de Bolivia (en cantidad de cincuenta) que viajaban al pueblo de Nuñoa, a animar su fiesta patronal durante cinco días, desapare­cieron como por arte de magia al momento de tramon­tar las minas de San Rafael, a 20 kilómetros de su destino. La poli­cía, las autorida­des y los pobladores de Nuñoa, se han cansado de buscar­los desde aquel 08 de diciem­bre de 1949, en que la fiesta se enlutó, por lo que, en ade­lante, cambió de fecha para el 12 de octubre de cada año. Los paqus y yatiris afirman que Anchancho, la divinidad de las minas, los tiene secuestrados en su palacio, y los viajeros aseguran que algu­nas noches de plenilunio, suelen escuchar al pasar por San Ra­fael, hermosas ejecuciones orquestadas de diabladas, tuntunas, morenadas”. (Relato de F. Padilla)
Aquí otra historia:
“Un yatiri aimara, trotamundos como todos los de su raza, cruzaba los Andes Centrales. Llevaba a la espalda un qipi repleto de amuletos, medicinas, objetos varios y un kirkincho (armadillo). En aquello encontró dos ámbares gigantescos y relucien­tes. Se los cargó dentro de su atado a pesar de los consejos del Kirki que le decía: no lleves conti­go esos huevos. En el camino, cuando descansaban, se les presentó el cóndor y les aseguró que esos ámbares eran los testículos del Dios Wallallo Carhuincho o Wala Wala; que aquella divini­dad los había perdido en momentos en que fornicaba con la Diosa Wichuña, esposa de Wamphu—un Dios andino que no encon­tró otra manera de vengarse de su rival--. No te los lleves, le aconsejó el cóndor, pero, el yatiri hizo caso omiso. Wala Wala, que hacía tiempo andaba buscando su hombría se percató del hecho y persiguió al yatiri para matarlo y recuperar sus testículos. Fue una perse­cusión feroz que abarcó un itinerario grande: el Rincón de los Muertos, la ciudad Ombligo del Mundo y una cadena de pueblos hasta llegar al Titikaka. Luego, en momentos que el yatiri iba a ser destruido, los Watapu­richis y el Consejo de Ancianos interce­dieron por el sabio. Wallalo accedió y perdonó al yatiri y, así, recu­peró su virilidad. A peti­ción de los Watapurichis quedóse un tiempo para sembrar su progenie en aquellas tierras. Pero le ganó la lujuria y dio rienda suelta a sus apetitos sexuales desaforados, hasta que final­men­te, todas las Diosas y mujeres copuladas por Wallallo lo atraparon y lo sanciona­ron lanzándolo a un abismo donde permanece”. (Los Dioses: Omar Aramayo).

IV. EL SURREALISMO Y EL REALISMO MARAVILLOSO:

En Europa el surrealismo rebate al psitivismo, a partir de la constatación de un naufragio de todos los valores huma­nos de Occi­dente y de la deshumanización pre y post bélica. Con este propósito bucean en lo más profundo del espíritu : el subconsciente y las zonas oníricas, para re­descu­brir los valo­res primitivos no contami­na­dos con el indus­tria­lismo, a fin de proponer una nueva manera de ver el mundo y de alla­nar un camino que lleve a la humani­dad al encuentro de su verdadero destino. En América Latina, el hombre se opone a la mentalidad colonial y al racionalismo con el realismo mágico tan natural­mente ligado al pensamiento y a la vida de las poblaciones indígenas y criollas. Para los peruanos, en particular, el realismo maravilloso constituye el principal mecanismo de resis­tencia contra el avasallamiento cultural. Así, Occiden­te es comba­ti­do por dentro (Europa) y por fuera (Amé­rica Lati­na). Este es el proceso por el que va aparecien­do una literatura latino­americana propia que valoriza todo aquello que Occiden­te pretendía destruir, aunque para hacerlo, desgraciadamente, tenga que valerse de una lengua occiden­tal.
Numerosos críticos aseveran que el realismo mágico es fru­to del surrealismo francés... que surgió al calor de su influen­cia. Hay evidencias para creer esto desde una perspec­tiva por fuera. Sin embargo, si partimos por consi­derar las características de nuestras ciudades mestizas (mez­cla de blancos, criollos, indios, negros, asiáticos, etc.) y, más aún, del mundo andino, coincidiremos en afirmar que el realis­mo mágico es americano por antonomasia. ¿Qué significado tendría, por ejemplo, para un europeo o norte­america­no, las caracte­rísticas de la racionalidad andina y del mundo donde habitamos? Veamos:
1. El mundo andino es animado: Para nosotros tienen vida los cerros, ríos, lagos, plantas, animales y hombres.
2.- Todo lo que nos rodea, incluyendo los Dioses, tienen carác­ter de inmanencia. No hay nada sobrenatural.
3. El mundo es panteísta: Todo cuanto rodea al hombre es sagrado: Los cerros, los ríos, la tierra, los lagos, etc.
4. Es diverso: Hay diversidad étnica; también, diversi­dad ecoló­gica en dirección vertical.
5. Es agrocéntrico: Todo gira al rededor de la actividad agropecua­ria. La chacra es el escenario de la recreación cultu­ral y económico-social.
6. Nuestra religiosidad no es “opio de los pueblos”, es parte de su tecnología simbólica, en tanto está vinculada a la producción y al desarrollo (Van Kessell).
7. Es panculturalista. Todos son cultos. El hombre cría o cuida la tierra, los ríos, las plantas, los cerros; pero, éstos también cuidan del hombre.
8. El mundo andino está regido por 3 valores: El valor traba­jo, el valor saber y el valor reciprocidad.
9. El tiempo es circular, configurado por el eterno retor­no: vuelve el ciclo del barbecho, el ciclo de los sem­bríos, del aporque, vuelve el ciclo de las cosechas, de las migracio­nes, volverá Pacha­cútec, retornará Incarry, esperamos que un día vuelva nuestro Dios Wirakocha.
10 El espacio es sagra­do y verti­cal.
11. El concepto de desarrollo es diferente. No es la acumula­ción y la plusvalía lo que prima, sino, la seguridad y el bienestar de la comunidad. Los andinos tenemos un proyecto nacional propio, diferente al proyecto crio­llo que ahora se encuentra agotado.
Afirmamos que estas características del mundo andino sobreviven articulados con los elementos culturales de Occi­dente. El futu­ro, para nosotros, consiste en tomar nuestra matriz cultu­ral sin desde­ñar para nada todo aquello que vi­niendo de Occi­dente pueda servir a nuestro desarrollo económi­co, social y cultural. Es probable que algunas personas cali­fi­quen estos rasgos como propios de un pensa­miento pre-lógi­co o mágico-religioso; quizá consideren que es un dislate. Tal opinión es respetable, pero, no cambiará la naturaleza y esen­cia de nuestro mundo, por ahora.
Conocidas estas características será fácil aceptar que el mundo andino pertenece al realismo maravilloso y que éste no es fruto del surrealismo. El realismo maravilloso es consustancial a nuestra concepción del mundo, a nuestra forma de vivir, a nuestro modo de hacer la historia. No vino de Europa. Lo real maravilloso no es una transposición del surrealismo a la América como se sostiene. El su­rrealismo, más bien, nos ayudó a cono­cer­nos, a descubrir­nos. Éste es su mérito indiscutible. Ésta es la deuda que le tenemos anotada en nuestra libreta de cuentas culturales.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

1. Asturias Miguel Ángel “Hombres de Maíz”, Edit. Losada, Buenos Aires, 1975.
2. Bravo J. Antonio “Lo real maravilloso en la narrativa latinoamerica­na actual”, Edit. Unidas S.A., Lima, 1978.
3. Gertel Zunilda “La novela hispanoamericana contemporá­nea”, Edit. Columba ,Buenos Aires, 1990.
4. García Márquez “La novela en América Latina”, Edit. Carlos Milla Batres, Lima, 1967.
5. Omar Aramayo “Los Dioses”, Editorial Arte y Comuni­cación, Lima, 1992.
6. José Carlos mariátegui “El alma matinal”, décima edición, Empresa Editora Amauta, reedición, Lima, 1989.
7. Padilla Chalco, Feliciano En “Análisis e interpretación de textos literarios”, Editorial Titikaka, Puno 1999.

ME ZURRO EN LA TAPA! (Cuento)


Feliciao Padilla


Todos lo miraban como reprochándole su actitud irre­sponsable. Pronto Josefrén comprendió que no valía la pena seguir torturándose; entonces, exclamó mental­mente: ¡Me zurro en la tapa!, y se levantó en su metro ochenta y cinco de estatura y rengeó hasta la barra para pedir cerilla. Y otra vez habló para sí mismo: ¡Me zurro en la tapa! Luego, volvió sobre sus pasos y enfrentó aquel cerco de miradas acusadoras con dos breves senten­cias: ¡No se acabó el mundo para ponernos a llorar! ¡En esta vida se pierde o se gana!.
Pero, se pierde jugando, no antes de jugar, le replicó Sancho Mostrejo, el crítico lapidario de litera­tura. Entonces ¿qué pusiste en el sobre, amigo mío?, intervino Jorge Geranio. Seguro cualquier cosa, a lo mejor alguna carta, quizá un artículo periodístico, tal vez documentos sin valor, se apresuró en decir Luis Galeano. ¡Quién sabe señor!, terció Borisev, consolando al poeta cuyos labios asían con desesperación un ciga­rrillo encendido.
Todos lo miraban incrédulos: algunos realmente apenados, otros contentos en el fondo de sus corazones mezquinos aunque no se lo demostraran al escritor. Jose­frén se encontraba sin saber a qué atenerse, sin com­prenderlo verdaderamente. Se le podía advertir en su desgreñada y canosa cabellera, y en su tez morena, ahora macilenta a causa de tantos reproches.
Se lo habían recordado sus amigos hasta la sacie­dad: Que “La epopeya del suche” participe en el concur­so. El implacable crítico literario Sancho Mostrejo se lo recomendó repetidas veces para que lo enviara en el lapso más prudente, lo que era algo así como un término particular dentro del plazo oficial. Lamentablemente muchas circunstancias conspiraron contra aquella volun­tad colectiva que en los dos últimos meses congregara en el “Kúntur” a buena parte de los narradores, poetas e intelectuales puneños.
Los tragos iban y venían a discreción. Una comisión salió del Club con destino a la empresa telefónica. Se quería saber si la Universidad Ricardo Palma podía admi­tir como apto el cuento de Josefrén a ocho días de ha­berse cumplido el plazo. Señores: se trata de un cuento maestro jamás escrito en el país. Un ¡No! rotundo,... un ¡No se puede! irreversible resonó en el auricular. Por favor hagan una concesión especial. ¡Las reglas de juego son las mismas para todos los concursantes! ¡No se puede!
Cuando terminó de escribir “La epopeya del suche”, después de corregirlo durante dos años , lo leyó ante sus amigos en el Club Kúntur. Lo aplaudieron y lo abra­zaron como nunca, con una franqueza a toda prueba. El poeta confirmó esta gran verdad en aquellos rostros exultantes. Sólo le preocupaba Sancho Mostrejo, el des­deñoso sepulturero de literatos jóvenes y experimenta­dos. Recordaba que la última vez lo había herido sin atenuantes al criticar mordazmente su cuento “Mister Bush”, impidiendo que fuera remitido a un concurso con­vocado por Casa de las Américas de La Habana. Es ridícu­lo, mediocre, no vale la pena: fueron los epítetos que Sancho Mostrejo acuñó para calificar aquella creación literaria. ¡”Mister Bush” es un mamarracho!. Aquellas palabras le causaron profundas heridas que no acababan de restañarse. Por eso cuando Mostrejo lo abrazó movien­do sus bigotes como un gato agazapado por su cuento “La epopeya del Suche”, no podía saber si lo estaba haciendo sólo por complacerlo. Pero, como para disipar sus dudas, Sancho lo sorprendió: Josefrén, éste es el cuento que esperé tanto tiempo que lo escribieras; te felicito; ahora sí puedes participar con él en cualquier concurso. En cambio tu otro cuento titulado “Mister Bush” tiene un retraso de veinte años por lo menos.
Sancho Mostrejo abandonó el Kúntur y se dirigió hacia el parque Pino. Se detuvo un momento y advirtió que el sol estaba en su cenit, y que titilaba sobre la hermosa catedral y sobre el cerrito “Wajsapata”. Supuso que en aquel momento, también, el lago se dejaba poseer por esas lenguas de fuego encrespando sus olas. Prosi­guió y en el trayecto aprovechó toda ocasión para pavo­nearse. La venia formal que hacía a sus conocidos, el movimiento ridículo de sus bigotes y aquella sonrisa burlona sobre la que cabalgaba un menudo sombrero de fieltro saturaba la calle de rancio perfume. Pequeño de estatura, seguía caminando como un modelo de figurín. En una de las bocacalles se encontró con Tapizón Retama luciendo unos bigotes parecidos a los suyos: era su carnal, su amigo leal. Ambos se abrazaron y se interro­garon con la mirada acerca de las últimas noticias para el semanario que codirigían. Acabo de decidir en el Kúntur que “La epopeya del suche”, último cuento de Josefrén participe en el concurso nacional; yo creo que aquí el autor ha dado todo de sí; es el mejor cuento jamás escrito en Puno, rompió el protocolo Sancho Mos­trejo. No hay nada qué hacer, tú eres el hombre, respon­dió Tapizón Retama y, agregó: Hermano Sancho, tú decides la actividad cultural de la ciudad. ¡No digas eso amigo mío!, trató de ocultar su vanidad el crítico lapidario de literatura. ¿Qué concurso de danzas o estudiantinas se efectuó sin que seas miembro principal del jurado? ¿Qué revista o periódico impreso importante ha prescin­dido de tu sabia dirección? ¿Qué autor literario sobre­vi­vió a tu crítica constructiva? ¡Hasta el cura te pide consejos para decir la misa!... Sancho se quedó meditan­do unos segundos y gozó en silencio de aquel florilegio. “Es absolutamente cierto lo que dice Tapizón, pero es mucho más cierto que me lo recuerda cada vez que quiere que le haga un favorcito”. Al poco rato, lo previsto interrum­pió sus cavilaciones: Sancho, hermano del alma, me en­cuentro en problemas, préstame hasta fin de mes doscientos dólares.
Después vendrían más veladas, más comentarios y una decisión colectiva: “La epopeya del Suche” debe partici­par en el concurso. Se acordó por mayoría enviarlo el 28 de febrero, fecha en que expiraba el plazo. De acuerdo al reglamento era suficiente que la fecha del sello postal coincidiera con aquélla o con una data anterior. Al fin llegó el 28 de febrero. Se reunieron los amigos en el Kúntur a partir de las diez de la mañana. El poeta les informó que ya lo tenía mecanografiado en cuatro copias inmaculadas y que, la manila también se encontra­ba debidamente rotulada. Falta, amigos, tomar los cuatro ejemplares, colocarlos en el sobre y lacrar. Y bebieron tragos a guisa de aperitivo, pero, se propasaron hasta las tres de la tarde, hora en cada quien tomó el camino de su casa. Josefrén pagó un taxi para llegar a su domi­cilio en el barrio Huáscar, y lo primero que hizo en el estado en que se encontraba fue cumplir su promesa: rengueó hasta su biblioteca, buscó las cuatro copias, hizo el despacho y lo envió al correo con su hijo Jose­lo, para mayor seguridad.
A la mañana siguiente fue a dar otra vez a la bi­blioteca y, buscando “La violencia del tiempo”, una novela latinoamericana, dio con los cuatro ejem­plares de “La epopeya del suche”, su cuento maestro, a decir de Sancho Mostrejo. ¡El acabóse! Y ¿qué maldita cosa puse en el sobre?, se preguntó fuera de sí. Esto era lo que se lamentaba con trágico patetismo allá en el Kún­tur, la tarde aquella en que una comisión voluntario­sa fue a cumplir una misión imposible vía teléfono ante la Universidad Ricardo Palma. Por eso lo recriminaban, lo estaban zarandeando en demasía. No pudo más. Tomó todo el valor de que era capaz y les espetó en la cara con esta exclamación: ¡¡Me zurro en la tapa!! Has per­dido tu mejor oportunidad se lo recordó nuevamente el crítico lapida­rio de literatura.
Desde aquel día, una tristeza de alas grises anidó en el corazón de Josefrén. Bebió como nunca para encur­tir sus tribulaciones y buscó consuelo en la soledad de las tardes sombrías. Dejó de frecuentar a sus amigos. No encontraba paz ni en su propio hogar donde no dejaban de recordarle lo estéril de su triste oficio. Sus familia­res preferían lo tangible, y lo tangible era que sus poemarios y cuentos, y el tiempo que ocupaba para darles vida con tanta ternura no servían para comprar ni una migaja de pan. Se encontraba así enfrentado a un asedio feroz de cuchillos letales, en el centro mismo de todas las tensiones del mundo, perdido en medio de todos los fuegos.
“Soy un fracaso, míreseme por donde se me mire. En casa nadie me respalda ni da un centavo partido en dos por mis cosas. Mis amigos me sonríen y me cuentan entre los suyos sólo por complacerme. Sancho Mostrejo es el único que me dice la verdad. Si no fuese por él, hubiera hecho el ridículo con mi cuento Mister Bush en Casa de las Américas. Bueno, ahora todo esto se acabó. No escri­biré en adelante ni un solo verso más, ni un cuento más. Cambiaré. Estoy viejo, pero, podré aún dedicarme a acti­vidades lucrativas y recuperar la consideración de mi
familia”.
Aparentemente todo estaba resuelto, pero Josefrén sufría lo indecible aquella metamorfosis. Se había pasa­do la vida cribando las palabras para aromar con sus flores nuestras vidas afligidas, depurando el oro excel­so en el crisol de su corazón para regalarnos sorbos desbordantes de consuelo... Ahora le era difícil suponer que en el futuro, su mente acostumbrada a crear, pudiera contentarse con sólo planificar ganancias materiales. El solo pensarlo lo conmovía y lo tenía pasando los días sin saber cómo entre congojas y copas de soledad.
Una mañana de mayo, sintió otra vez que el mundo se lo engullía con pesadumbre y todo. “Que el diablo me cargue sin permitirme volver la mirada a los míos. Que sea así de una vez por todas”. Pensó que la muerte era su única salvación. En aquello, una noticia radial casi le facilita el viaje de un ataque cardíaco:

Señoras y señores, no todo es malo en la Región Mariátegui. No todo huele a ineptitud y fracaso. En medio de esta podredumbre se ha encendido una luz para darnos consuelo. Señoras y señores, de acuerdo a un cablegrama que acabamos de recepcionar, Josefrén, nues­tro amado poeta, es ganador del primer premio consisten­te en cinco mil dólares del Consurso de Cuentos Ricardo Palma 1992, por su magnífico trabajo Mister Bush. ¡Salud poeta Josefrén! ¡Alegrémonos los puneños!
La ciudad toda no cabía en sí de contenta, el poeta no lo podía creer. Sancho Mostrejo no salió a la calle durante un año.
Hesse, Kafka, Maupassant, Flaubert, Allan Poe, Faulk­ner... inves­tiga con seriedad la literatura oral de nuestra cultura; con eso crecerás en cinco años lo que no creciste en cuarenta. ¡Oh, querido Amadeus!, ahí estaban las evidencias de que eras más sabio de lo que imaginaba. Tus palabras no sólo pesaban, sino, me asustaban.
Poco después concertamos una acción conjunta: escribir entre los dos la novela de la década. Y esto nos sumía en pro­longadas sesiones de trabajo y en sesudas discusiones. Cuántas veces destruíamos, sin parpadear siquiera un segundo, capítu­los enteros, llevados por tu prurito de perfección. Labrabas y pulías las palabras, y ponías las imágenes allí donde se las requería. Gastamos sin miramiento las miles de horas de cinco años de trabajo arduo, sin tre­gua. Recuerdo que mientras salía a traba­jar, tú te quedabas a escribir sin chis­tar, sin ningún reproche. Es que yo debía ganar el pan y el vino mientras tú te devanabas los sesos sentado a la computadora. Regre­saba y nos poníamos a revisar y a corregir. Éstas son las tres reglas de un buen escritor, me decías: corregir, corregir y corregir. Yo me desalentaba si el avance del día no superaba las cinco páginas, pero tú, Amadeus, te conformabas con un párrafo.
Un día aproveché alguna debilidad tuya y te convencí de que la novela estaba concluida. En realidad, lo estaba. Tenía cua­trocientas veinte páginas y se llamaría “Vivir entre dos fuegos”. Fue entonces que viajé a Lima a contra­tar los servicios de una editora para publicarla. Me demoré una semana y cuando retorné te encon­tré en la biblioteca con tu cara afligida y calmosa. Parecías más viejo y más sabio. No publica­remos la novela, me dijiste, tiene defectos serios de estructura, falta trabajar el lenguaje y hay que perfilar mejor a nues­tros personajes. Te miré con rabia, con toda la rabia que el mundo convulsionado había depositado en ese momento en mi cora­zón. Se publicará quieras o no, te respondí, con voz estentórea y amarga. No será posible porque la destruí mientras andabas por otros lares, me recalcaste. ¿Quién manda en esta casa, carajo? ¿Por qué te tomas atribuciones que no te corresponden?, te grité atragantándome con las palabras. En aquel momento sentí un olor fétido en la biblioteca. Como ya no salías ni al patio, te habías miccionado en los rincones de la bibliote­ca. Aproveché aquel pretexto y aullé como un animal enjaulado: ¡Fuera de mi biblioteca, viejo inválido! ¡Ya no te vales de ti mismo ni para hacer tus nece­sidades! ¡Largo de aquí! Me devol­viste la llave y saliste mucho más triste, derro­tado, con la cola entre las piernas. En realidad, no era por la pesti­lencia que te expulsaba, sino, porque la envidia me mataba: sabías más que yo, te habías vuelto más sabio.
Los días siguientes querías volver a la biblioteca, expre­sarme tu amistad, abrazarme y frotarme el rostro con tus bigotes canos; volver a los libros y continuar tus lecturas, sin las cua­les, considerabas, que no valía la pena vivir; pero, yo te lo negaba arguyendo nimiedades, cuando en verdad era la herida que habías abierto en mi orgullo de poeta, que seguía ardiendo y consumiéndome. Ocho días seguidos me tocaste la puerta, llamaste a la ventana; pero, yo, maldito, no cedí, a pesar de que sentía tanta tristeza mirando tu tristeza. Veía en la ventana tus ojos rojos desorbitados, tu mancha irregular del rostro y tus gestos de locura martilleándome el corazón. Estabas desesperado, andabas como loco, distante de tus lectu­ras.
Un día desapareciste y te reclamaron mis hijos; y como ya habían pasado cinco días de tu alejamiento, mi hija, que también te quería, te dio por muerto y se metió a su dormito­rio responsabilizándome de tu ausencia. Yo atiné a seguirla e ingresé a su habitación que parecía un museo: esqueletos y calaveras, y huesos, y huesos. Precisamente, dos calaveras me flanquearon con sus miradas acusadoras. Allí la encontré en un mar de lágrimas, apretando tu fotografía a su corazón, segura de que habías muerto. ¿Cómo puedes asegurar eso si no tienes evidencias?, ¿has encontrado el cuerpo de Amadeus?, le pregunté. ¡No!, me respondió. ¿En­tonces cómo puedes decir algo tan terrible?, la volví a pre­guntar. Papá, el cuerpo de ellos se descubre sólo si sus muertes han sido causadas por la mano del hombre o por acci­dente. Si no es así, convencidos de su fin inevitable, y de que nadie los quiere por ser ancianos, se van a un cemen­terio que nadie sabe dónde queda y allí mueren lejos de la maldad de los hombres. ¡Pobre mi Ama­deus Picarón!, seguía llorando a rauda­les. En efecto, se llama­ba Picarón por lo de enamorado y travieso y, Amadeus, por lo de escritor. Fue entonces que le pedí la fotografía y miré conster­nado aquella imagen tan querida: Grande él, todo de negro, menos la mancha irregular de su cara; sus bigotes largos y blancos, sus caninos fuertes y sus ojos colorados de bohemio inolvidable. ¡Pobre mi Amadeus, papá, dónde estará!, exclamó Carola, mucho más afligida, tomando nuevamente en sus manos aquella fotografía. En ese momento, el recuerdo de su compañía en los últimos años derrotó sin ate­nuan­tes mi maldito orgullo, y un cargo de conciencia sobrecoge­dor invadió mi espíritu, y así, no tuve más remedio que sen­tarme al lado de mi hija y llorar por aquel amigo que tanto me quiso y compartió conmigo el amor por la literatura. Y mien­tras me ahogaba el llanto, apenas podía homenajearlo con esta breve despedida: ¡Descansa en paz, Amadeus Picarón, prodigioso narrador de cuentos! ­ ¡Descansa en paz, amigo mío, viejo lector de novelas!
Artículos literarios

A QUÉ VOLVISTE NAZARIO (Cuento)

Feliciano Padilla

A qué volviste Nazario. ¿No estás contento con todito lo que le hiciste a papá? ¿Qué otras jodederas te propones contra nosotros? Nadie te puso un machete en el pescuezo y te obligó a que tomaras ese camino de enredaderas. Claro era la edad en que a uno le entran las calenturas a la cabeza y, te fuiste sin decirle a nadie esta boca es mía. Y ahora me vienes a decir, después de treinta años, que radicaste en esa tierra de wiracochas que le llaman Lima; que te fue peor que al pobre chiwanco en tiempo de secas; que tu mujer te ha echado de casa como a un perro sin dueño. Dices que construiste una casita en Comas, casona debió ser, porque te llevaste el trabajo de cuarenta años del papá Raymundo. ¿Que vivías ahí con tu mujer y que no diste frutos? Dios debió castigarte y te marchitó la semilla convirtiéndote en un duraznero seco que no da sombra, ni fruto, así le prendas siete velas a la virgen. No hagas fuerza contra la amarradera, Nazario y, estate quieto mientras voy a casa y te traigo un poco de agua para que calmes tu rabia y la resolana que debe estar matándote. Sabes bien desde antiguo que a mí nunca se me desataron los nudos que les hacía a nuestros aradores para asujetarlos a las estacas. No hagas fuerza o el arrebato te cargará al cementerio más temprano de lo que piensas y, así, no me darás tiempo para llevarte hasta Chalhuanca y te vayas por el mismo camino por donde llegaste.
¿Que el sol es fuerte? De buena duda que me sacas. ¿Te has olvidado que estamos en Pachachaca, cerquita del río y frente a nuestros cañaverales? ¿Que te joden los mosquitos? Claro que sí. Tu sangre gangrenada con sabe Dios qué clase de mujeres es miel de primera para estas sanguijuelas. ¡Es que ya no eres de nosotros, Nazario! Tú perteneces a otro mundo donde se venden conciencias y la vida del humano no vale nada. ¿Que te arrepientes, hermano? Jajaillas, me quieres embaucar, pero ya estoy viejo para caer en tus chanchullos; no me puedes meter el dedo en la boca porque ya tengo dientes y te puedo morder. Has malgastado tu herencia, tu vida, tu honor; todo lo has perdido. Asume tu responsabilidad como hombre y lárgate a esa porquería de ciudad donde has vivido. Allí muere como gente sin pedir perdón, sin dar lástima ni fastidiar a nadie, porque ya tuviste lo tuyo. Lo tomaste por tu cuenta y responsabilidad de hijo mayor. ¿Te acuerdas? Vendiste la casa de Wanupata que papá nunca quiso recuperar porque, al fin y al cabo, eras su hijo más querido y, la palabra de un Rodríguez, vale lo que es, aunque se haya pronunciado en mala hora. Vendiste, igual, catorce bueyes de la Rinconada y te fuiste con toda esa plata, que era mucha plata en aquel entonces, y no como ahora que el precio de un buey no alcanza ni para comprarse una camisa. ¿Escuchas? El río brama como toro endemoniado. Es diciembre y la lluvia de las alturas lo hace más arrebatoso. Sobre sus lomos sigue llevando pisonayes, sauces, malahoja y animales y; como ayer, al chocar a las piedras, pareciera canturriar nuestros versachos de recordación familiar. ¿Ves el puente de calicanto? Sigue de pie como buen cristiano y se dijera que mira el horcón donde estás amaniatado.
Matías caminó machete en mano unos doscientos metros entre una maraña de arbustos e insectos hasta llegar a la casona. Cogió dos viejos cubos de agua, los tensó sobre un palo de huarango y retornó hasta donde estaba su hermano. Lo miró bien de unos cincuenta metros y, seguía ahí amarrado al horcón. Cayó en la cuenta de que el hombre aquel estaba realmente flaco, arrugado, canoso; agotado tal vez no por el sol ardiente del valle de Pachachaca, sino por el peso de su vida azarosa. “Con razón lo derroté sin mucho esfuerzo y lo pude amaniatar cuando ingresaba a casa. Pero, qué coraje, volver a la querencia después de toda la saladera en que nos dejó. Menos mal, que papá Raymundo se encuentra en Abancay dándose sus gustitos en las picanterías. Por eso, carajo, apenas lo domé tuve que echarle en cara toda la basura que nos dejó en el corazón. Ganas no me faltan de amachetearlo o meterle un balazo en la cabeza”.
¡Ya regresé, Nazario! Tú no tuviste piedad cuando cargaste con todo apenas tuviste la ocasión; sin embargo, yo te brindo un poco de agua para que entres en razón y no me obligues a enredarme en locuras. ¿Me estás escuchando? Muy bien, así me gusta que comprendas la situación. No le pongas más trancas a esta salida; no dilates tus sufrimientos, hermano, comprende lo que te digo: Lo tuyo está zanjado y nada tienes que hacer por estas tierras. Además no te acostumbrarías a esta vida de chacareros. ¿Acaso te gustaba la zafra y llevar sobre el lomo arrobas de caña hasta la molienda? Eso sí, eras el primerito en la tomadera del upi y el cañazo. ¡Ah! Y cómo te gustaban las cholitas, a las que tomabas verde-verde, sin que aún terminaran de brotar sus florecillas. Eras un demonio, llevabas cañazo a la ciudad y te emborrachabas con tus amigotes de Wanupata y te agarrabas a golpes con los caporales de Patibamba para hacer prevalecer la calidad de nuestro cañazo. Bebe, cañazo, hermanito, me decías; para que huelas a hombre, carajo. Pero; en aquel tiempo era un chiuchicito sin espuelas ni coraje para beber aguardiente y amanzar a las torcazas. Y tú, bebe, carajo, hazte hombre y no jodas. Nazario, escúchame, todo te hubiera soportado, hasta tus arrebatos de los que salía ensangrentado y, a veces, malherido; pero, lo que hiciste con la familia, eso no te lo perdono. Por tu culpa demoramos diez años en levantarnos; por tu culpa murió la mamá y, lo peor, pronunciando tu maldito nombre. Y ahora vienes como si nada hubiera pasado, como si los rumores que levantaste no se hubieran vuelto tempestad contra nuestra querencia. Mírame de frente, Nazario. Yo, también ya estoy avanzado y tengo familia en la ciudad. ¿Quién crees que trabaja estas tierras y hace que el cañaveral sea un inmenso mar de esperanza? Yo, Matías Rodríguez, porque Raymundo Rodríguez, nuestro viejo ya no puede trabajar. Tiene setenta y dos años, no lo olvides. ¿Qué? ¿Vas a hacer lo que te pido? Muy bien, hermano, así me quitas un peso de encima; así este machete no se manchará con tu sangre, ni el Pachachaca se enturbiará con tu cuerpo envenenado de ciudad. ¡Déjanos, hermano!, el río, los cañaverales y yo somos una sola persona. Sabemos de nuestros padeceres y disfrutamos nuestros contentamientos. Tú no podrías ya vivir en este mundo. Tú perteneces a aquella ciudad putañera donde has vivido. Sí, hermano, partiremos hoy mismo a Chalhuanca, a las cuatro de la tarde y; de ahí te irás por ese camino de Puquio y Nazca hasta llegar a tu lugar. Voy a casa nuevamente. Te traeré cincuenta soles y con eso tendrás de sobra para llegar a tu destino.
En efecto llegó a casa y luego de coger algunos billetes, Matías salió apresurado de ella y, en momentos que terminaba de cruzar el patio orillado de jacarandás, llegó papá Raymundo. Y aunque el viejo gritó: ¡Matías!, aquél no lo escuchó. Entonces, el viejo siguió los pasos de Matías que iba afilando el machete en las piedras del camino. Luego vio que su hijo encaminó sus pasos hacia el horcón donde estaba amarrado un hombre; se acercó con sigilo hasta diez metros del lugar. Los miró bien y escuchó las voces. Finalmente lo reconoció. Y no fue tanto por el rostro sino por la voz que supo que era su Nazario, su primogénito trotamundos.
¡Nazario! Antes de soltarte las amarras tienes que prometerme cumplir tu palabra. La palabra de un Rodríguez vale; no la rebajes para murmuración de la vecindad. Te irás para siempre de Abancay como lo hemos acordado. Acá nada tienes que hacer. Tu herencia ya lo tomaste por tu propia cuenta. Ni siquiera esperaste que te la dieran, como esperamos todos los mortales; como espero yo que me dé papá, por ser su hijo menor, por haberlo servido tanto tiempo, por haberlo cuidado con cariño. En cambio tú, por lo que has hecho, haz de cuenta que no existimos, que no conoces Abancay. No hagas que use mi machete y te parta el alma de un solo golpe.
Al poco rato, Nazario estaba libre y, al parecer, dispuesto a cumplir con lo que se le exigía. En ese preciso momento, una bronca voz se estrelló contra los hermanos:
· ¡Qué es lo que estás haciendo, Matías! ¡Escuché todo lo que le dijiste a Nazario!
· Papá, éste es el hombre que ultrajó nuestro honor y nos dejó casi en la miseria. Por eso le estoy obligando a retomar el camino por donde vino.
· ¡Nazario, hijo mío! ¿Cuándo has vuelto, adorado ruiseñor? Dónde estuviste. Por tu ausencia mi pobre corazón se partió en mil pedazos- exclamó eufórico el viejo Raymundo.
· Papá, Matías tiene razón; pero antes de irme te pido perdón por todo lo que hice- respondió Nazario, llorando como un niño.
· Padre, no puedes perdonarlo. Él ha venido a perturbar nuestra paz. Viene quizá a vender, de nuevo, lo que poseemos con tanto trabajo. Ya tomó su herencia por su propia cuenta, no lo olvides- se interpuso Matías, enérgicamente.
· Matías, hijo mío, lleva a Nazario a casa y preparemos un carnaval en su nombre, como si fuese febrero - ordenó el viejo con voz estentórea.
· No puede ser. Es una injusticia, papá- protestó, Matías.
· Tú, estando conmigo, no tuviste ni tendrás qué preocuparte de nada. En cambio Nazario estuvo como peregrino afanado en sus andanzas y; hoy, al volver a casa le ha dado el calor que le faltaba a mi sangre.
· Es una injusticia- seguía reclamando el hijo menor.
· Así se procederá, Matías. Y comprenderás lo que estoy haciendo sólo cuando seas tan viejo como yo. Por favor obedezcan mi autoridad, aunque ésta sea la última vez que lo hagan.

Minutos después, tres sombras cogidas de los brazos cruzaban el patio de la casona. El sol se ocultó y sudorosos peones cargados de machetes empezaron a llegar del monte. En momentos en que saludaban ceremoniosamente a sus amos y al recién llegado, una calandria, desde un pisonay, dejó escuchar su canto de paz.

MANUELA INMORTAL (Cuento)

Felicaiano Padilla


Bajó el hombre del tren y buscó afano­samente con la mirada al chofer que debía esperarlo en la estación de Santa Rosa. El gentío apretujado allí le devolvió una ansiedad imper­sonal. Ululó el tren como despedida y enrum­bó hacia el Cusco mientras él caminaba a la po­bla­ción aquella enclavada al pie del nevado Kunurana. Ves­tía un traje azul y sombrero del mismo color, y afei­tes citadi­nos. Al rato, una voz familiar lo sacó de su ensi­misma­miento: Niño Pedrito, me ganó el tren por estar compran­do menjunjes para nuestra madrecita. Pedro Amador se regocijó de ver al cholo Martín que lo saludaba mos­trándole su dentadura maciza desde la ventanilla de la camioneta. Aquél miraba a Martín y se acordaba de los días en que lo pateaba por cualquier cosa hasta dejarlo exánime. Se acordaba de los días en que le hacía doloro­sos “saltos al borrego” cada vez que tenía ganas de distraerse. La camioneta se dirigió hacia la calle prin­cipal de Santa Rosa: a la tienda de un viejo aniquilador de judíos que escapándose de los fantasmas de la segunda guerra mundial vino a dar con este pueblo. Allí se apea­ron para abastecerse de algunos tragos. Estando a la barra se encontró con su gran amigo de juventud: Miguel Pinto, y se entretuvo con aquél bebiendo y conversando animadamente.
· Quédate Pedro Amador; la pasaremos bien; nos junta­re­mos una buena yunta de amigos. ¡Caramba!, es el cum­ple­años de mi hermana.
· Está bien. Me quedaré; pero, te advierto que somos tres: yo, mi camioneta y mi chofer.

Y se quedaron cuatro días compartiendo una mesa panta­gruélica de viandas y bebidas. Pedro Amador, entre trago y trago se acordaba de que le faltaba poco para recibir una colosal herencia. “Noventa años son muchos. Que Dios me perdo­ne pero ya hizo lo suficiente para merecer un justo descanso”.
Después de cuatro días arrancó hacia Nuñoa con un delirio de persecución desmesurado de tanto beber sin límites y sin tregua. Iba como un estropajo, desecho y arrepentido, como si hubiera matado a alguna persona. A las pocas horas, la visión del cerrito Orqorara lo en­frentó con el paisaje de su pueblo añorado. Y, ahí esta­ba Nuñoa con sus enormes cerros: el Calva­rio, Antaymarka y Sachapunku; y su famoso hipódromo, y su plaza de to­ros, y sus filas de casitas de paja y de calamina. Los veía después de diez años de radicar en Arequipa. Sintió la alegría de quien retornaba a sus raíces.
Mientras rotaba el carro se dieron cuenta de que los indios corrían de abajo hacia arriba y viceversa, desespera­dos, llorando, comentando algo ignoto con mucha tristeza. Siguieron calle arriba y pronto se estrelló contra la camione­ta una multitud de sombreros, ponchos y phullos negros. Más adelante: una escolta de vecinos notables y hacendados lleva­ban en hombros un ataúd des­lumbrante. Los viajeros se bajaron de la camioneta, confundidos, y siguieron a pie a la muchedum­bre. “Sólo la awicha Manuela provocaría tanto llanto, tanta solemni­dad y un cortejo tan gigantesco”, se dijo mientras cami­naba. Era su pálpito, algo le decía que había muerto su abuela. Se conmovió recordando cuánto lo quería su awi­cha Manuela. No pudo evitar unas lágrimas y se adelantó dejando atrás a Martín. Miró atónito la procesión. Escu­chó consternado esos ayes agudos de las viejas indias que llegan a los tuéta­nos como cuchillos asesinos. Lloró otra vez a pesar suyo, y su llanto se confundió con el ulular lastimero de las plañideras. Era medio día, el sol caía a plomo sobre el féretro y sobre la tristeza de la multitud. El cortejo marchaba lento de la plaza de armas hacia el panteón. Pedro Amador se apuró para dar­les alcance. Se aproximó a unos escolares campesinos que iban a retaguardia. “Manuela, pue...mamita Manuela pue”, los escuchó comentar en un castellano motoso. Siguió avanzando por entre la gente esperando el momento opor­tuno para presentarse ante sus parientes. Los ubicó de lejos y una alegría infinita le invadió al recordar que la muerte de la abuela lo beneficiaría con la mitad de la herencia, por ser el “chanaco” de la fami­lia. Sus pro­blemas se resolverían: retornaría a Arequipa, trata­ría de recuperar el dinero perdido en los juegos de azar, levantaría su negocio en ruinas y, emplazaría a su espo­sa Carmen para que retorne al hogar de donde se había largado llevándose a Pedrito Amado, el único hijo del matrimonio. Poco a poco fue metiéndose al centro del cortejo. Los indios le daban paso creyéndolo algún ha­cendado vecino. Escuchaba entre lloriqueo y lloriqueo: “Manuela, la abuela, la awicha queri­da”. No le quedaba ninguna duda, había muerto su abuela. Cambió otra vez de semblante y se acercó al ataúd, y penetró entre los hacendados ,parientes, autoridades y “notables”. Su tío Lucas Melchor lo vio primero. Después volteó la mirada inundada de lágrimas en todas direcciones y recibió venias cariñosas y solidarias de todas partes. Nadie hablaba. Sólo se comunicaban con miradas y gestos de infinita tristeza. “Des­pués de todo mi abuela me amaba más que a nadie...se murió por fin...que Dios la tenga en su gloria”. Así lo había deseado y así se lo había pedi­do a la virgen de Chapi ofreciéndole cirios y ora­ciones.
¡Pobre Manuela! Y Manuela había sido una vieja de roble. Sus ojos negros y grandes fueron la sensación más grata duran­te muchas décadas. Ahora contaba con noventa años, pero pare­cía de 60 a lo más. Llevaba el pelo pla­teado pegado al cuero cabelludo y recogido en un moño gracioso encima de la nuca. Todos la llamaban abuela, y en efecto lo era. Vivían de ella o con ella 72 nietos, 18 hijos entre varones y mujeres, colonos incontables, una numerosa servidumbre y, compadres, ahijados y amigos en decadencia. Su ingente riqueza le permitía solventar sin ningún problema toda esta parentela. Heredera de una gigantesca hacienda supo darle a su vida un matiz extra­ordina­rio: se casó tres veces y enviudó otras tantas. Entre matrimo­nios y pruebas matrimoniales trató de hacer familia infructuo­samente hasta en siete oportunidades. Cuando joven la conocían en los círculos aristocráticos de Puno, Arequipa y La Paz como a la “Bella Manuela”. Poetas, músicos y enamorados cantaron al hermoso lunar que lucía sobre el labio superior, cerca a la aleta iz­quierda de su naricita respingada. Aún hoy, aquel lunar retinto sobresale en medio de su tez cuarteada por el tiempo. La última vez que trajo un hombre a la casa sin que sus hijos ni sus nietos se lo impidieran fue cuando cumplió los 65 años; pero, al poco tiempo Marcial Melén­dez, aquel hombre corpulento de cincuenta años, fue obligado por ella a abandonar la casa por inservible. El rumor que Manuela hizo correr para no generar escán­dalos fue que se habían separado por mutuo disenso. Con éste se le acabó la manía de formalizar con bombos y platillos sus apasionadas relaciones amorosas.
La abuela tenía una extensa hacienda llamada “Aguas Calientes”. No era una sola propiedad, sino, algo así como una federación de veinte haciendas que Manuela concentró en su larga vida amparada por jueces, curas y policías. ¿Que era trabajadora? lo era como nadie en el mundo. Sus enemigos, que sí los tenía, la llamaban “La Araña Viuda” por aquello de que lo estaba permanentemen­te...Tuvo mala suerte en el amor, pero, buena para agi­gantar su riqueza fabulosa y su poder. Su gran propiedad abarcaba muchas haciendas cuyos nombres Manuela apenas podía recordar: Wancho, Muñapata, Fakuyuta y diecisiete más unidas en un sólo nombre: “Aguas Calientes”. Ejercía un poder y una autoridad férreos sobre todos los que vivían en la hacienda y fuera de ella. En efecto, su omnipotencia traspasa­ba los límites de su propiedad y recorría victoriosa por cada una de las oficinas estata­les y paraestatales de Nuñoa y de la misma ciudad de Puno donde la aristocracia y las autoridades la aprecia­ban tanto como a sus famosas donaciones. ¿Que era al­truista? Lo era. Se amaba tanto que no desperdiciaba ocasión alguna para apoyar construcciones públicas, acciones humanita­rias y donaciones sin fin. Por eso le guardaban ley; por eso, y como homenaje a su vida ex­tra­ordinaria salpicada a veces de rasgos de heroicidad.
Un día, cuando cumplió sesenta años tuvo un mal sueño y advirtió en aquella pesadilla una premonición: Se moriría en cualquier momento, sentía cercanas las manos heladas de la muerte sobre su noble frente. Repe­tidos síncopes cardíacos la convencían de este presenti­miento. Una angustia indecible la invadió a pesar de haber vivido como sólo ella podía hacerlo. Nunca hasta entonces se afectó tanto su salud ni su estado de áni­mo. Enemiga de pedir información a los médicos sobre el tiempo que le quedaba por vivir hizo un testamento pro­visorio, adquirió un fastuoso féretro de Arequipa y se mandó construir un mausoleo donde debía enterrarse con todos los honores. Todos quedaron conformes con el tes­tamento que beneficiaba a su nieto Pedro Amador con la mitad de la herencia. Los demás herederos lo aceptaron considerando que ya habían recibido gran parte de lo suyo. Manuela se apresuró, por medio de su numerosa pa­rentela, en hacer correr el rumor de que esperar su muerte era como esperar los días de mayor hambre y des­gracias para Nuñoa. El pueblo se lo creyó y pronto todos hablaban de la próxima muerte de la abuela como si se tratara de los días terribles del fin del mundo, de días espantosos que diezmarían sin piedad animales y sem­bríos. El tata Herencia decía en sus sermones: ¿Cómo no esperar esos días trágicos...esos tiempos de dolor y hambre si la construcción de la casa cural, y el incen­sario, y el cáliz, y cuanto tenemos y comemos son frutos de su infinita bondad?
No obstante, pasaron diez años desde el día en que adquirió el ataúd sin que la muerte asomara sus narices por la casa de Manuela. A pesar de sus 80 años lucía saluda­ble, vital y nada parecía que pudiera matarla. El sueño de hace diez años quedó en el olvido; pero, escar­menando aquellos recuerdos se acordó del cajón mortuorio y lo mandó sacar al patio. Lo encontró bello, relucien­te, de agradable color caoba. Manuela se alegró de verlo intacto, mas, cuando revisó los interiores encontró que se estaba apolillando. Le aconse­jaron airearlo y untarlo con finos aceites. Los hijos le sugirieron comprar otro. Ella rechazó lo último porque era creyente irre­flexiva de los mandamientos de la iglesia, de las deci­siones de la virgen María. “Tal vez con estas señas Dios me esté diciendo que todavía debo hacer penitencias para merecer su gloria. No soy nadie para cambiar mi ataúd y desa­ca­tar sus designios”. Entonces decidió asolearlo, airearlo y untarlo con aceites de pino y linaza cada fin de mes. Y así lo hizo religiosamente desde 1959 a 1969.

Ahora, Manuela ha cumplido 90 años y todavía se encuentra en buen pie. Se ha vuelto más caprichosa y autoritaria. Nadie discute su poder, y evidentemente nadie lo hará hasta después de su muerte. De tanto aso­lear y acariciar su ataúd apoyada por dos viejos ahija­dos, se encariñó con el cajón; ha llegado a sentirlo como a una parte esencial de su vida, como a una prolon­gación de su existencia. De tanto sentirlo como parte de su cuerpo le ha otorgado capacidad de comunicación. Por eso entablan largas conversaciones, y se dijera que se aman porque saben que juntos irán a descansar algún día a la frialdad del sepulcro. “Veinte años de pensar en la muerte me familiaricé con ella. Me envejecí sin remedio. Tengo 90 años y a mi edad me hablan de Reforma Agraria. Pues, moriré...sólo quiero que Dios no abandone nunca a mi familia”.
Entre tanto, Pedro Amador es tocado por las manos maldi­tas de la mala suerte. Con sus apenas 30 años se siente un hombre derrotado, aunque todavía le queda la herencia de la abuela; pero, esperar la muerte de la abuela es como esperar el día del juicio final. No obs­tante, es su única salvación. Entonces debía marchar hacia Nuñoa...Antes visitó los templos arequipeños llo­rando como una víctima desconsolada, y rogó a Dios para que la vieja de roble cayera por fin. Lloró y le prendió tres velas a la milagrosa virgen de Chapi para que se la recogiera. Le asaltaron algunas dudas pero marchó a Nuñoa y a Aguas Calientes a esperar que su abuela se muriera. Pero cuando se encontraba en Santa Rosa presto a partir a Nuñoa se vio con su amigo Miguel Pinto, y pasó cuatro días inolvidables con la familia de aquél, consumiendo manjares, bebiendo lico­res exquisitos y gozando de las caricias de Rosa Elba Pinto, la chica más hermosa del lugar.
Al llegar a Nuñoa se encontró con aquel cortejo fúnebre. Era como si Dios le hubiese escuchado: ¡Muerta por fin la inmortal Manuela! “Puedo parecer malvado, pero fue por su bien que le pedí a la virgen que descan­sara, que dejara para siempre este valle de lágrimas” Su tío Lucas Melchor lo vio primero y lo abrazó apenas estuvo a su lado. Pedro Amador lloró sobre el pecho de su tío Lucas Melchor. Después pasó a los brazos de su tía Dora , y lloró también sobre su pecho sin decir palabra alguna. Los parientes que lo circundaban lo miraban apenados; parecía que querían decirle algo pero sin atreverse por la solemnidad de los funerales. “La abuela pue, la Manuela querida y sus acciones heroicas”, siguió escuchando una cascada de voces apacibles. Luego buscó a sus demás pa­rientes. Sus tías iban detrasito del ataúd. Las reconoció a todas: a Rosa Natividad, a Zoila, a Mercedes , a Encarnación, y más allá de Encar­nación, a la vieja Manuela, toda de negro, llorando a mares. Se cubría el rostro macilento con un velo de tul negro adornado de amatistas diminutas. Pedro Amador se limpió los ojos legañosos de tanto llorar y miró otra vez para comprobar si se había equivocado. No se equi­vocó esta vez: era su abuela asiendo con una de las manos la cin­tilla negra del cajón junto con otros veci­nos notables y parientes. Manuela lo vio y le dio la bienvenida con una dulce mirada. Pedro Amador fue presa de un terrible sopor y se desplomó sin que sus tíos pudieran contener­lo. Su tía Encarnación y el tío Lucas Melchor se acomedieron para llevarlo a casa y atenderlo lo más pronto posible. Al cabo de una hora se recuperó el hombre, pero perdió el habla y se le paralizó medio cuerpo por la fuerte impresión. Contestaba con gestos a todos los mensajes que recibía, por lo que dedujeron que escuchaba aunque no podía hablar.
Fue entonces que el tío Lucas Melchor empezó a explicár­selo todo: Hace cuatro días cuando Manuela mandó sacar con sus dos ahijados el cajón aquel para airearlo y limpiarlo conve­nientemente, se partió el ataúd en dos y cayó al suelo cuando los que lo cargaban no lo habían bajado todavía de los hom­bros. En realidad el cajón se encontraba totalmente apolillado y dañado por la hume­dad. Manuela, tú la conoces, vio en aquel hecho una maldición de sus enemigos. Entonces se le ocurrió cam­biar el destino, devolver la maldición a quienes se lo habían hecho. Ah!! Fue por eso que dispuso el entierro de aquel ataúd dentro de otro cajón lujoso que mandó comprar inmediatamente del Cusco... Y todos los que amamos a la abuela estamos acompañando estos funerales ordenados por ella. El tata cura nos ha apoyado gustoso: Ha hecho la misa cantada y como has visto encabeza los funerales. ¿Que está cobrando un dineral? ¡Claro que sí! Pero vale la pena hacerlo por Manue­la la inmortal.

AMARILLITO AMARILLEANDO (Cuento)

Feliciano Padilla


Benedicto Morales era alto y flaco como un álamo y hacía dos décadas que se le calculaba cien años de edad. Y estaba ahí, de pie, frente a Nolberto que no cesaba de mirarle a los ojos como si su vida pendiera de la luz que irradiaban los suyos.
· Te libraré de esta tosede­ra del carajo- dijo el brujo Benedicto, seguro de sí mismo.

Nolberto Secada miró al viejo embargado de esperanza y prorrumpió en llanto.
· Llora si quieres, Nolberto; hace bien llorar; cuando el cielo llora renacen las sementeras y cantan las tuyas trayéndonos los sabores de los amores perdidos; cuando llora el hombre deja de ser animal para convertirse en humano.
· Dame algún remedio, padrecito; expulsa de mi alma esta tisis que me está secando- aulló suplicante y se puso a toser y a escupir sangre.
· No te apures, Nolberto. Todo será a su tiempo. Necesito conocerte bien: Saber a qué lado del río vadeas; qué vientos desconocidos baten tus alas y por qué la zanja busca tus pasos extraviados.
· Estoy desesperado don Benedicto.
· La zanja está desesperada, no tú; pero no le daremos gusto- le dijo y, luego, se puso a quebrar sobre su pierna una larga caña de azúcar y ambos chuparon la miel de aquel jugoso tallo.

Lo que te pasa no es ni la convalecencia de lo que sufrí cuando era un chiuchicito de once años. Mi padre era caporal de Patibamba y salió de ahí temprano, con buen capital. Formó su nido en Abancay, cerca de una higuera, y atrapó en él a mi madre con su canto de pichitanca enamorado.
No sé cómo fue que llegó. Los chiquillos llenábamos las calles con nuestros juegos y risas descontroladas; nuestras voces competían con el coro de los jilgueros que nos cantaban desde los pisonayes. Qué íbamos a sospechar, pues, que la muerte nos estaba mirando como quien no mira. No recuerdo si la peste o la noticia llegó primero a mi casa. Ha pasado tantos años desde entonces...El tiempo, hijo, se encarga de lamer los bordes de la memoria, de modo que sólo recordamos retazos del pasado. El caso es que un día, yo y mi hermano de 13 años llamado Simeón, amanecimos con mucha fiebre. Mi padre Constantino ingresó a nuestro dormitorio y nos encontró hirviendo. Se asustó y llamó a mi madre, a sus familiares, a sus amigos; claro, alguna vez fuimos el centro mismo de sus conversaderas. Se comentaba que una nube de abejas viajeras procedentes del Manu, que hacía poco se encontraba por Pachachaca, habría traído la maldita fiebre, sin previo aviso, sin tocar la puerta. Eran cientos los chiuchicitos, que en aquel momento, ya no alegraban las mañanas a causa de la peste. ¿Será la tifus o la tos convulsiva, será el sarampión o la viruela? se oía un coro de voces desesperadas. Tienen que estar aislados de la familia, aislados del mundo; por ahora combatan la fiebre mientras se descubra la enfermedad, nos recomendaban los matasanos del hospital. Pero, el tiempo pasaba y ningún matasanos sabía decir la verdad. Hasta el Brujo Áybar no sabía qué plaga del demonio había llegado al valle y sólo se limitaba a luchar contra la fiebre; pero, la enfermedad seguía matándonos día a día. Era, hijo, la fiebre, la fiebre maldita, la que juntándose con el calor tropical nos iba achicharrando. Nuestras vidas se derretían como las velas de las iglesias. En los ratos en que yo y el Simeón estábamos sin fiebre, mi madre nos informaba que todos los niños de la ciudad, sin excepción, habían caído en cama debido a la peste.
A los quince días nuestros cuerpecitos se tiñeron de amarillo; del amarillo de la guayaba, primero y; del amarillo de los nísperos, después. A los treinta días, todo era amarillo: nuestra piel, los globos de los ojos y los huesos. Por las tardes mi madre se nos acercaba y lloraba de impotencia, lloraba porque cientos de chiuchicitos marchaban diariamente al cementerio. ¡Ay Simeoncito, ay Benedicto! regresen, pues, a la vida, amados jilgueritos, nos suplicaba mi madre. Se afirmaba que moriríamos en cuanto el amarillo llegara a nuestras uñas. Nuestro aliento era amarillo y, amarillos los orines y el sudor, hasta tal punto que las sábanas, las paredes, los techos y el aire mismo, también lo eran. El Simeón estaba más enfermo que yo y se decía que moriría en cualquier momento. No sé con qué nos curaban, pero, estaba visto que no servía para nada. La medicina del viejo Áybar, sí calmaba nuestras fiebres, pero no la teñidera. Yo me levantaba a veces, y desde la ventana me ponía a mirar la calle desierta... parecía el mismito panteón. Sólo escuchaba en las casas vecinas llantos de mujeres afligidas y rogaciones a la Virgen. Al poco tiempo llegaron desde Lima cinco helicópteros del Ejército para socorrernos y sobrevolaron en un santiamén el cielo de Abancay. Dicen que para matar a la muerte gastaron toneladas de medicina que rociaron sobre los cañaverales, huertos, chacras, bosques y viñedos.
Cada madrugada miraba con angustia mis fatales dedos. La tristeza que se apropió de mi corazón me sacudía los huesos al comprobar que mi uña empezaba a pintarse de amarillo. Aunque el miedo me roía las entrañas esperaba a la muerte con resignación. Sí, lo esperaba para mirarle la cara frente a frente.
El Simeón empeoró cuando menos lo esperábamos. La fiebre le duraba horas de horas y parecía que se aprestaba a dejar este valle de calenturas insufribles. El Simuco deliraba por las noches con la Marujita, la niña más hermosa del barrio Olivo. Yo también la recordaba igual que a la Merceditas. Ambas eran lindas, de trenzas largas y talles finos. Como todas las chicas de nuestro pueblo, olían a chirimoya, a durazno y a ciruela damascena...Y es que, amigo Nolberto, las mujeres despiden los perfumes de su alimentación diaria. El Simeón desvariaba por las noches, lo hacía en castellano y quechua y, podíamos entender fácilmente el sentido de sus deliraciones. La calentadera maldita no pasaba y, una noche, habló sin parar hasta la madrugada en una lengua desconocida. Mi padre llamó de emergencia a los vecinos para ver si alguien podía decir qué lengua estaba hablando el Simeón. Nadie podía descifrar aquellos largos discursos. Fue entonces que llamaron al Doctor Casaverde, famoso por tener respuestas para todas las preguntas en la punta de la lengua. En efecto, aquel sabio llegó a la casa forzado por la curiosidad. Parece que está hablando en idioma chino, podría ser también el japonés o el alemán, nos decía. No recuerdo qué otras lenguas más mencionó sin ninguna convicción. Al final retornó a su casa sin sacarnos de la duda. La noche siguiente, otra vez la calentadera del Simeón y de nuevo los mismos discursos en aquella lengua extraña. Trajeron a la casa al cura Bolo, pensando que podría ser latín u otra lengua ritual; pero, él negó tajantemente que pudiesen ser aquellas lenguas, y más bien se animó a mentar otro raro nombre: el sánscrito. Cuando se retiró el padre Bolo, ingresó al dormitorio la Rosacha, una cholita de doce años que mi padre se había traído de sus andanzas por el Titikaka para el servicio de la casa. La Rosacha paró las orejas con alegría apenas escuchó al Simeón. Le saltaron las lágrimas y se estremeció toda ella de felicidad. Parecía que la cholita se reencontraba con sus padres después de cinco años de estar vagando por estos valles. Al poco rato, ante la perturbadera de los familiares, la Rosacha y el Simeón empezaron a comunicarse como dos viejos amigos en aquella rara lengua. Finalmente, aquella cholita ilaveña nos informó que el Simeón estaba conversando en aimara, una lengua que nadie conocía en casa ni en todo Abancay, que era un idioma desconocido en el mundo y que, Simeón jamás lo había escuchado ni hablado. Era la jodedera de la fiebre, hijo mío. Arrebato total, arrebato de la cabeza que expulsa el entendimiento para volverse oscuridad o, de lo contrario, arrebato que te pone en contacto con otros entendimientos. Una semana después, el Simeón empezó a loquearse peor que un perro rabioso. Entonces se apoderaba de la fuerza del toro y de la ira del río Apurímac. Fue así que desempotró el viejo ropero de un solo jalón y botó por la ventana quintales de maíz de su dormitorio; se le erizaba la cabellera, se le manifestaban surcos horripilantes en su cara amarilla, su voz parecía de ultratumba y se diría que se ponía en contra de sus padres, en contra de todos. Con decirte que casi me mata en dos ocasiones. Igual suerte corrió mi padre, a quien lo tiró por la ventana como si fuera un pedazo de maguey. Tuvieron que amarrarlo al catre con lazos y sogas de cabuya, y aun así, utilizaba la fuerza misteriosa de su mirada para tirarnos contra la pared o contra el suelo.
Convocado por mis parientes, una noche, el cura Salustiano Ballón visitó la casa. Estaba muy borracho, como solía estar en los últimos años luego de la muerte de su hermanita. Ingresó al dormitorio decididamente, con mucha seguridad, y pidió que todos saliéramos de la habitación. Traía consigo el incensario y una pequeña cruz de plata colgada de un rosario de piedras negras. Los familiares nos fuimos al huerto a esperar el desenlace. Yo, a pesar de la fiebre tuve fuerzas para ir hacia la ventana desde donde lo veía todo. El Simeón se enfureció apenas vio al cura Salustiano y lo carajeó sin ningún miramiento. No sé si con aquella voz de ultratumba o con la fuerza brutal de su mirada tiró al sacerdote varias veces contra la pared. El cura gritaba, aullaba y ordenaba: ¡Vuelve a la vida Simeón! ¡Vuelve por el buen camino! ¡Abandona la maldad que te han hecho tus enemigos! ¡Carajo, fuera la maldad, fuera el daño maldito! Yo no podía creer lo que estaba pasando, pero ambos se carajeaban y se gritaban mutuamente. ¡Era el daño, hijo mío! El cura Salustiano sudaba como indio de hacienda en día de zafra. Se diría que peleaban sin tregua, sin rendirse, dándose mutuamente golpes y puntapiés en medio de alaridos. Yo me había dormido pegado a la ventana, al pie de las enredaderas, ahí mismito de donde estaba mirando la peleadera. Me despertó el crujir de la puerta y las voces de mis padres que se acercaron al padre Salustiano. El cura se encontraba sudoroso, totalmente agotado, con la sotana hecho jiro­nes... destrozado. ¡Tu hijo está salvado!, exclamó el cura, y todos lo abrazamos llorando como Magdalenas. Luego, mi madre le dio una botella de licor de caña pura y el cura se fue después de echar tres cruces contra mi dormitorio. Fui a la habitación y el Simeón se encontraba dormido. Parecía un gorrioncito agónico, una mariposa moribunda, pero aún respiraba, y sudaba amarillo.
En realidad todo se encontraba amarillo: el río y los cerros, el cielo y los bosques... Flor de retama, amarillito amarilleando a la orilla de los caminos de la vida. El Simeón había perdido dos dedos de la mano izquierda. El daño, en un último esfuerzo, se sujetó fuertemente de aquellos dedos para no abandonar el cuerpo de mi hermano; pero, al ser expulsado, le arrancó los dedos y se los llevó como recuerdo. ¡Ay, Nolberto! Si hubieras visto lo que vi: Un charco amarillo se había formado bajo el catre del Simeón, y era de la sangre que le chorreaba de la herida, a borbotones.
Estuvimos con la maldita peste una cosa de dos meses más, al cabo de los cuales, empezamos a despintarnos. El odiado amarillo fue dejándonos por medio del sudor, del aliento y de la mirada. La fiebre empezaba a ceder, se iba al fin, y parecía que se había cansado de llevarse tantos pequeñines al matadero. Ya podía conversar con el Simeón y, a veces, nos poníamos a jugar a las canicas en el patio. Poco a poco llegó el verdadero color humano a nuestros cuerpos, y mis padres, accedieron, con miles de recomendaderas, a darnos permiso para salir a nuestra querida callecita. Salimos con miedo de encontrarnos nuevamente con la muerte. No había una sola alma en la calzada. Todo era silencio y tristeza sin nombre. Mariposas negras y chichirrancas sobrevolaban por aquí y por allá. Eran las almitas de los chiuchicitos viajeros.
Al fin volvió la vida a alumbrar nuestras pobres vidas, el azul-nacarado del cielo y lo verde de la floresta volvieron a posarse en nuestras retinas. Las chicherías de Wanupata comenzaron a ser bulliciosas como antes, y las arpas y violines dejaron escuchar sus melodiosos huainos por las noches, y de a pocos, los niños empezamos a juntarnos en las esquinas, bajo los árboles y a la vera de los ríos. Habían muerto ocho de mis primos y numerosos amiguitos. De cien niños de nuestro barrio solamente habíamos escapado siete varones y cuatro mujercitas. Como no alcanzábamos para jugar fulbito obligábamos a las niñas a ponerse pantalones y a jugar por nuestros equipos. Al principio lo hacían refunfuñando, pero, después con agrado. Creo que a partir de aquella fecha, las mujeres, también, juegan fútbol y visten pantalones.
Es cierto, Nolberto, yo tuve miedo, pero nunca perdí la esperanza de vivir. Y tú con esta tosedera de miércoles te estás desesperando. Sanarás. Yo te devolveré la salud, hijo mío. Ten confianza en mí.
· Lo tengo, padrecito mío.
· La confianza y unas yerbitas que tengo te sanarán para siempre. Sobre eso beberás sangre de murciélago, todos los días, como si fuera vino de Chincha; pero, todo en su momento- exclamó el viejo curandero. Y después te daré...
· ¡Don Benedicto Morales! ¿qué ha pasado con tus dedos? - le interrumpió bruscamente con aquella pregunta, picado de viva curiosidad y, luego, agregó con tono seguro. -Te faltan dos dedos de la mano izquierda, padrecito.
· Bueno, Nolberto, lo sabrás solamente tú; pero, no lleves cuentos como correo sin estampillas, ni cacarees como vieja gallina que ha olvidado de ser ponedora, porque en lugar de sanarte te despacharé al infierno en menos de lo que canta un gallo. Pues, te diré la verdad. No soy Benedicto, hijo mío. Soy el Simeón Morales, el mismo que hace cien años volvió del más allá.